Olga relato

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No puede uno recordar el nombre de una calle o de un conocido o la música de una canción cuando uno quiere: parece como si el empeño de recodar sirviera para olvidar, pero el empeño de olvidar vuelve más vivos los recuerdos.

“El alma del controlador aéreo”

Justo Navarro.

Olga

No sé por qué, las historias, las escritas y las vividas, tienen un tipo de interés mayor cuando en ellas se habla de la muerte. Puede que sea eso, no lo sé, que en la vida el hecho de la muerte sea un acontecimiento tan conocido que nos impacta a todos de igual manera.

Olga murió.

Me resulta raro contar esto ahora que ya sé que ha acabado, (mi visita de hoy al apartamento lo demuestra) escribir una historia, tampoco sé mucho de historias, en la que el final es el principio del relato que ahora comienzo, aunque no sé muy bien cómo hacerlo o si me dará algún tipo de respuesta, creo que no, que no tendré respuestas.

Sé que Olga murió sola, en nuestro apartamento, rodeada de botes de medicinas que yo era el que compraba con asiduidad en la farmacia de al lado de casa. Cuando tomó las píldoras, una sobredosis de tranquilizantes, yo me debía encontrar en un bar con Carlos, serían las cuatro y media de la madrugada, no lo sé, es absurdo pensar qué estaba haciendo yo en el momento en que ella ingería las pastillas con un vaso de agua y las dejaba depositarse en su estómago ejerciendo una función para la que no estaban hechas. Yo no estuve allí, no puedo imaginar la escena vivida, seguramente su cuerpo, tan delgado en los últimos años, caería lentamente en la almohada, la cuál abrazaría con sus dos manos en ausencia de mi cuerpo; en principio las pastillas la harían dormir, hasta que yo llegué, a las cinco menos cuarto, y la besé en la mejilla para preguntarle cómo estaba, y ella, a punto de morir no hablara, profundamente dormida de un sueño del que no iba a despertar. No me di cuenta, sé que es absurdo pensar que no hice nada cuando no me contestó, sé que, en otro momento, hubiera llamado rápidamente a un médico y se hubiese salvado, o incluso yo, le hubiera dado muchos cafés, aunque no sé si servirían y la hubiera obligado a vomitar todas las patillas que había decidido ingerir. Dormí con ella, abrazado a su espalda, fría, húmeda del sudor. A las nueve me desperté y me fui: seguía viva, lo sé: respiraba torpemente. Estuve trabajando mientras ella agonizaba en silencio en nuestro cuarto, en nuestra casa, sin nadie a quien coger de la mano, sin nadie, a quien mirar por última vez. Yo me encontraba en otro lugar, sin estar con ella, mirando un absurdo ordenador, aunque era lo que tenía que hacer, no estar allí con ella, si hubiera estado no sé qué habría hecho; nervioso, viendo su cuerpo sin vida habría retrasado el momento de llamar a la policía o a una ambulancia. Qué hubiera hecho yo delante de ella, sin miedo a tocarla, a besarla, acariciarla. Mejor que no pasara.

Me pregunto a quién vería por última vez, si la decisión de tomar las píldoras fue provocada por alguien más, -sé que yo tengo parte de culpa, puede que toda, nunca lo sabré- si una conversación, qué sé yo, con el cartero, con la vecina, un poco más aireada y subida de tono de lo normal, éstas cosas ocurren todos los días, le hiciera platearse que era mejor abandonar, abandonarse, rápidamente, sin dar explicaciones.

No sé si ha escrito alguna carta, llevo toda la semana buscando por todos los rincones de la casa, he abierto sus cajones con miedo a que ella pueda verme, sus cajas de secretos: nada interesante; he registrado la basura, e incluso bajé al cubo a hurgar en la basura de los demás intentado buscar algún indicio que me justificara su muerte. Pero no encontré nada. Puede que ella saliese, (no sé por qué busco si sé que no las hay), después de que yo le insistiera, de cenar juntos en nuestra casa, le comentara que había quedado con Carlos para tomar una copa y que le haría bien salir de una vez de estas cuatro paredes de donde nunca sale. Pero declinó la oferta, en un principio... pero no lo sé. Es posible, que después de que le gritara mientras quitábamos los platos y le dijera que no sabía cómo íbamos a seguir con una relación en la que yo, me arrepiento tanto, no me sentía del todo satisfecho, saliera de casa, con su abrigo rojo inadecuado para la época del año, y en una intención de reconciliación me buscara por los bares de la ciudad, los que compartimos hace tanto tiempo, hace tantos años, cuando nos conocimos y yo pensé que era la mujer más maravillosa del mundo, y al encontrarme ahora, después de nuestra pelea en casa, en los brazos de otra, con mi amigo Carlos delante sin hacer nada, creyera que lo mejor para ella sería abandonar las cuatro paredes en las que los últimos años habita. Pero tampoco lo sé, y es inútil dejar preguntas en el aire cuando no van a ser contestadas, ni buscar cartas de suicidio, o notas explicativas con respuestas: “No estaba bien, necesitaba dejarlo todo, a ti también, escapar de mí. No espero que me perdones, no lo he hecho para pedir perdón a nadie. Sé que es difícil, pero tengo que hacerlo, tú no eres el culpable, aquí no hay culpables, no los busques. Te quiero, lo siento. Espero que no busques respuestas. Sólo hay lo que ves. Unas cuantas patillas rojas en mi estómago, poco más.” Nunca voy a encontrar eso.

Delgada, trémula, con los ojos cerrados y las gotas de sudor cayéndole por la frente, la besé antes de dormir junto a ella en la cama que compartimos; me quité los pantalones y con cuidado para no despertarla me introduje dentro de las sábanas, me abracé por la espalda y la besé en el cuello. Y no soñé. Es raro pensar que cinco minutos antes, a las cuatro cuarenta, cuando pulsé el botón del ascensor y ella escuchó el ruido de éste al subir, rápidamente llenara su mano abovedada de pastillas rojas, y de un golpe todo pasara: la boca totalmente abierta, los dientes mordiendo, el agua llegando hacia el estómago, provocándole una náusea que reprimiría en la garganta con las dos manos, con los dos brazos, con todo el cuerpo. Y yo subí con mi paso cansado de toda una noche y ella fingió que dormía mientras las pastillas empezaban a hacerle efecto por todo el cuerpo, - aparentado que todo iba bien para que no me diera cuenta, abriendo los ojos blancos en la oscuridad- quitándole poco a poco la vida, minando sus energías como si fuera magia, sin dolor, sin sentimiento, sin esfuerzo, acomodándose felizmente en su estómago. No pude hacer nada, me hubiera gustado, y aunque lo intente justificar, no habría sido lo mismo si ella hubiera intentado hacerlo de otra forma, si me hubiera dado algún dato en los últimos días, algún indicio de que algo fallaba, en ella, en mí, en nosotros.

Ella no quería ser encontrada.

O puede que yo no lo viera venir, que su grito de auxilio fuera invisible ante mis ojos, aunque es raro, siempre la observo cuando estamos solos. La miraba mientras deambulaba por la casa sin hacer nada y haciéndolo todo. La observaba detrás del periódico todos los domingos cuando nos levantábamos tarde y comíamos galletas mojándolas en el café. Conozco su andar: arrastraba tímidamente sus pies como si caminara de puntillas, moviendo las caderas torpemente, como si se pudiera romper y los brazos pegados a la cintura con las manos sobrevolando siempre el aire. Conozco su forma de hablar, su forma de mirarme cuando estaba enfadada o cuando quería hacer el amor, su mal humor los lunes cuando me marchaba al trabajo, y sus ojos vidriosos cuando me pedían ayuda. La he observado siempre: recuerdo que cuando la conocí la perseguía escondiéndome detrás de cada una de las farolas que había hasta llegar a su casa, y luego allí, fui un intruso de su intimidad: mirando por las ventanas para ver si aparecía, hasta que por fin un día me decidí a esperarla al salir de clase y le pregunté cómo se llamaba.

Entonces no fue eso, yo la observaba, la conocía desde fuera, no desde dentro. No, desde dentro no, aunque eso siempre fue lo que intenté, adentrarme dentro de ella, conocerla interiormente, por un momento, ahora veo que no, creí que la conocía, y en cierto modo el suicidio es algo que no me ha impactado, es raro, y es más extraño decir que no me ha impactado su muerte, que sí que lo ha hecho, es sólo que ella podía morir de esa forma; quizá no de la forma en que lo ha hecho. Unas pastillas, eso sí me sorprendió, ella también me conocía, sabía que si se hubiera metido en la bañera y hubiera cogido una cuchilla de afeitar para rasgar sus venas, yo la habría salvado, cuando ya a punto de morir, ( la visión borrosa y un estado de bienestar provocado por la pérdida de sangre) habría tapado sus heridas con una toalla, la habría sacado de esa bañera roja en que se hubiera encontrado y la ambulancia no hubiera tardado ni media hora en llegar. Me conocía y por eso no lo hizo. Prefirió esperar a que yo me marchara para elegir bien el método, si lo hubiera premeditado me hubiera dado cuenta. Estuvo varias semanas obligándome a comprar sin receta tranquilizantes para sus largas noches en vela, engañándome desde el principio, pagando en la farmacia su propia muerte, para que todo fuera tan fácil como ella quería, para que yo no me diera cuenta nunca de cuáles eran sus intenciones, cómplice sin saberlo. No la culpo de nada, más bien me culpo a mí por no haber llegado cinco minutos antes, diez minutos antes decisivos para su vida: la habría encontrado con la boca llena de pastillas, intentado tragarlas, dando vueltas y mordiéndolas antes de beber con el vaso de agua que tendría agarrado con su mano, la hubiera obligado a escupir, metiendo mi mano dentro de su boca y sacando las pastillas, introduciendo mis dedos en su garganta para provocarle el vómito que hubiera caído en el suelo junto con las pastillas, ya sin ningún uso. Luego no hubiéramos hablado, metidos los dos en nuestra cama pensando qué es lo que había pasado hace un rato, y cómo deberíamos despertarnos a la mañana siguiente, si la hubiera habido; incómodos, intentado olvidar un momento extraño en la vida de los dos. Y qué hubiera sido de mí, qué vida hubiera llevado después, acechándola a todas horas, en el trabajo, espiándola por la calle, contado las cuchillas de afeitar, yo habría sido un espejo de ella, esperando siempre a que ocurriera lo peor en cualquier momento, sin poder remediarlo y culpándome más tarde de todo, no me cabe duda de que me culparía sin saber porqué, y sin razón, puede que ella llevara ya mucho tiempo, es verdad, llevaba mucho tiempo intentándolo y yo siempre a su lado, en algunos casos creo que podría haber resultado herido en sus intentos, seguro que no fue el primero. Puede que al salir del trabajo, cuando los jueves me recogía e íbamos los dos a hacer la compra semanal, al volver del supermercado, en las noches de oscuridad que tantas veces compartimos, ella, con el volante en la mano y una curva cerrada a la vista, eligiera el momento para librarse de ella misma y acompañarla yo en ese camino no elegido por mí, sin tenerme en cuenta, egoístamente como en cierto modo siempre ha sido, no sólo conmigo, también con sus amigos, con sus padres, haciéndose cada día más ella, más interior, creciéndome para dentro, sin tener en cuenta a nadie hasta el último momento, sin tenerme en cuenta a mí que la amé tanto que llegó a dolerme el corazón, haciendo de su muerte el último acto egoísta de su vida, sin importarle los que quedamos aquí, los que vamos a seguir nombrándola, los que vamos a seguir viéndola en todas partes: en casa, en la calle; los que seguiremos sufriendo aunque ella no esté por su propia pérdida, seguro que esto no lo pensó cuando decidió ingerir las pastillas, no pensó que había empezado a matarme a mí también, no de la misma forma que ella, pero provocó su muerte dentro de mí que me devora cada día más y no encuentro forma de remediarlo, aunque lo intento una y otra vez, estando ella presente en cada uno de mis pensamientos.

Nunca he pensado tanto en ella como ahora que se ha ido, que sé que nunca más volveré a verla, que tendré que empezar a ser yo sin ella, buscándola en cada una de las mujeres que me vaya encontrado, mirando su sonrisa en la de todas las demás, su cuerpo, sus manos, su boca, en caras que no son ella, en cuerpos que no son de ella, en vidas que no son las de ella. Inventándole una vida conmigo a cada momento, una vida no vivida por ella pero sí por mí. Acompañándome cada sábado al cine, compartiendo las palomitas mientras veo una película que sé que a ella le gustaría, emborrachándome con whisky cada noche para recordar el sabor a alcohol de sus besos en mi boca, escuchando su música que yo siempre he odiado, leyendo sus libros que la mayoría de las veces no he entendido, lavando mi pelo con su champú, hidratando mi piel con sus cremas y usando sus colonias, sus olores, convirtiéndome cada día más en ella, hasta que, sin darme cuenta, acabe devorando con ansiedad un frasco entero de tranquilizantes rojos, acomodándolos en mi estómago sin prisa, a la espera de una muerte provocada por otra muerte, durmiendo en la cama, abrazado a la almohada como ella hizo y sin nadie que pueda venir a salvarme.

Pero yo no soy así, yo no soy Olga: nunca podría hacerlo. Sería incapaz de saltar desde lo alto del precipicio, caer al vacío y reventar mi cuerpo contra el suelo; incapaz del colgar la soga y apretarla fuerte para saltar seguidamente desde una silla y romper en pedazos mi cuello; incapaz para agarrar con fuerza una pistola y elegir un sitio: la cabeza, la boca, el corazón; apretando el gatillo al tiempo que escucho la detonación que hará que todo explote. Incapaz, lo sé, sería incapaz.

Hoy he regresado al apartamento, después de un mes de su muerte no me había atrevido a ir. Todo está igual, los medicamentos alrededor de nuestra cama desecha, la cocina aún por recoger después de nuestra pelea, su ropa tirada por el suelo junto al vaso de agua con el que ingirió las pastillas. Y estaba yo, allí, mirándolo todo como si no me perteneciera, como si nunca hubiera formado parte de apartamento. Me ha venido a la mente la imagen de un teatro, vacío, después de una representación en el que los actores daban vida a sus personajes, integrados en el decorado, usándolo para dar verosimilitud al montaje. El apartamento era un decorado de teatro sin actores que representaran una función, a la espera de ser desmontado y reciclado para un nuevo espectáculo. Estaba yo, solo, sin actriz a la que poder dar réplica de mis frases. Sin conflictos que resolver en escena: la función había acabado. Y me he dado cuenta de que es el momento idóneo para decidir quién soy, decidir qué personaje me toca ahora interpretar. De empezar a encontrarme a mí, en el mundo que compartimos, en un nuevo escenario y vaciarlo de la memoria que nos inventamos juntos. De dejar de andar, de dar vueltas en círculos que siempre me llevan al mismo sitio, a ella, y caminar en línea recta. Y recordar el pasado, la memoria, para que no vuelva a repetirse.

Sé que ahora me toca a mí, ésta es la oportunidad y no pienso desaprovecharla.

Olga ha muerto: por ahí tengo que empezar.

Amador Aranda Gallardo

9 comentarios:

Capitán Alatriste dijo...

Vamos a ver Amador, a mí este relato me ha gustado. Bastante más que el anterior.

Me gusta mucho el tono y el ritmo, el juego de suposiciones. Me gusta mucho el final, el último párrafo, la comparación con el decorado teatral buenísima. Muy gráfica y muy impactante y dice muchas cosas. Si se me permite el atrevimiento, yo terminaría el relato en "en escena: la función había acabado." Final. A mí me gustaría más así, pero claro, no deja de ser una opinión.

Y ahora una pregunta, ¿qué distancia temporal hay entre este relato y tu lectura de "Mañana en la batalla piensa en mí", de Javier Marías.?

Apuesto a que no mucha, ¿verdad?

Capitán Alatriste dijo...

Muy efectista, que diría Noelia, lo que pasa es que esa es una palabra -nunca se lo he dicho- que no me gusta mucho, la verdad.

Manías literarias.

Amador Aranda Gallardo dijo...

la verdad, es que éste relato es muy Marías, aunque, como siempre pasa, no de forma intencionada. Y además, era la segunda cosa que escribía, así que imagínate. Ahora en su relectura, he visto cosas que nunca haría, pero, en fin, tampoco lo voy a mandar a ningún sitio, y ya ha sido publicado, hace cuatro años, nada menos. De todas formas, también he visto cosas, como si fuera otro quién lo hubiera escrito, que me han gustado, asi que, yo mismo, estoy medianamente contengo conmigo mismo. un abrazo.

Capitán Alatriste dijo...

Sí sí es muy Marías y muy Marías en mañana en la batalla piensa en mí. Por supuesto que no es intencionado y yo te lo digo como piropo y no como crítica.

Yo ya sólo quiero escribir como Marías. Que barbaridad...Por cierto, los comentarios no se ven desde el blog principal, eso por qué?

Amador Aranda Gallardo dijo...

Porque es otro blog, uno que me he abierto sólo para relatos.

Capitán Alatriste dijo...

Anda, es verdad, no me había dado cuenta. Puedes utilizar las etiquetas también, para agruparlos.

. dijo...

En una parte del relato, en la parte en la que ella lo ve a el con Carlos y abrazado de otra mujer... ¡lo he visto Amador jaja! ya le había puesto banda sonora yo a ese momento si fuese en una pelicula... esa gran canción del genial contador de historias Neil Hannon, "Our mutual friends"... aunque la historia sea diferente a la de la cancion pero bueno... si encaja con el final de la cancion...

A mi me ha gustado tambien este, aunque menos que el anterior. Eso si, me gustan las historias tragicas pero intensas como tu relato, como "Our mutual friends", como la peli "Tu vida en 65 minutos"...

Amador Aranda Gallardo dijo...

Me alegro que te guste, que le pongas música, jeje. Es raro, pero a éste relato le eché como diez veces más horas que al otro, pero claro, ya he escrito muchos relatos entremedias, y eso, pues da oficio...en fin. A mi también me gustó mucho Tu vida en 65 minutos...es muy bonita. un saludo.

mykelangelo dijo...

muy bonito, creo que lo había leido ya hace tiempo...

el suicidio es algo muy personal. pienso que la gente que lo hace no depende demasiado en realidad de las circunstancias, por lo menos no de las más inmediatas. debe ser todo un proceso de vida.