Inquilinas.

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“El tío Julián me dijo un día que el escultor y pintor Alberto Giacometti decía que, a veces, para pintar sólo una cabeza has de renunciar a toda la figura. Para pintar una hoja has de sacrificar todo el paisaje. Al principio, puede parecer que estás limitándote pero luego te das cuenta de que, si captas un centímetro de algo, tienes más probabilidades de percibir cierto sentido del universo que si pretendieras abarcar todo el firmamento. Mi madre no eligió una cabeza ni una hoja. Ella eligió a mi padre y, para preservar cierto sentido, sacrificó el mundo.

Nicole Krauss, “La historia del amor”

Inquilinas

No sabe cómo matarlas. Le encantaría hacerlo: llegar rápidamente a la cocina, (¿dónde se esconden?) preparar su pie, agarrar si es necesario con las manos su pierna para así golpearlas con más fuerza y, una a una, hacer que sientan el dolor que ella está teniendo con su presencia. Dejaría sus cadáveres por el suelo, varios días, para no olvidarlas, para que sus cuerpos muertos sigan reposando sobre las baldosas, viviendo con ella sin vivir, recordándole con cada pata, con cada ojo, con cada cuerpo crujiente y pegajoso, que la han estado asustando desde el día en que él se fue de casa.

No puede hacerlo: ellas ganan la partida. Tendrá que levantarse de la cama, vestirse rápidamente y salir corriendo de casa sin pensar que la están esperando en cada uno de los rincones de la cocina, y que saldrán, sólo en el momento en que ella aparezca, por casualidad, por descuido, cuando le entre hambre y quiera coger algo del frigorífico que desde hace varios meses está vacío de alimentos comestibles: todo ha caducado.

Juanjo recogía la mesa en el mismo momento en que ella se llevaba la última cucharada a la boca. Limpiaba el mantel de las migas de pan y fregaba los platos cuando estaban apilados en el fregadero. Juanjo tenía perfectamente organizada la limpieza de la casa. Los dormitorios y la cocina eran suyos, y a Marta le quedaban los cuartos de baño y la sala de estar. Limpiaba el coche los domingos (siempre Juanjo), y ella compraba en el supermercado, muy cerca de casa. Cocinaban toda la comida de la semana los domingos y después la congelaban para ir consumiéndola a medida que avanzaban los días. Si alguna de estas tareas se rompía, o por alguna casualidad había que posponerlas por una reunión social, familiar, o de negocios, les traerían complicaciones para el resto de la semana. No podía haber fallos.

No puede dejar de pensar en ellas. Sabe que cuando acabe de trabajar, vuelva a casa e intente entrar en la cocina para prepararse la comida aparecerán de repente, sin previo aviso, asustándola y haciéndola correr hacia la puerta de la calle.
Buscará un bar, y almorzará un bocadillo.

Lleva varios meses pensando en mudarse, pero no lo va a hacer. ¿Qué pasaría si se presentara sin avisar?, ¿qué pasaría si él, en mitad de la noche, decidiera volver y viera que ella ya no vive allí, que ha decidido abandonar la casa donde vivieron juntos, donde compartieron los momentos que ahora son imposibles de olvidar?, ¿y si él no encontrara la nueva dirección? Tendrá que quedarse a vivir con ellas, no hay otra solución.

La primera vez que apareció una fue dentro del fregadero; ella no le dio mucha importancia. Tampoco le dio miedo: cogió una servilleta de papel y ella misma la mató con sus manos. Cuando llegó Juanjo, más tarde de lo normal (solía venir a las ocho del trabajo, aquel día llegó a las once) le comentó el suceso, llegando a la conclusión que había que comprar insecticida, y si persistía en el tiempo, llamar a un exterminador de insectos. En los siguientes meses, afortunadamente, el incidente no fue a más.

La segunda vez que aparecieron, Juanjo estaba en viaje de negocios. No hubo una, sino varias, correteando por los azulejos de la cocina y escondiéndose debajo de los muebles. Antes de que se escondieran, Marta pudo matar una con su pie, por casualidad descalzo, y el cual lavó cuidadosamente después del incidente. No le dio miedo, y tampoco le dio asco. Hizo lo que hizo y ya está.
Las demás, las que se habían escondido, pudo eliminarlas con el insecticida que habían comprado: problema resuelto. Juanjo nunca supo nada del incidente.

Los viajes de trabajo de Juanjo se hacían cada vez más frecuentes: Londres, Berlín, París, incluso tuvo que viajar a Nueva York. Cada vez había más, parecía que él las ahuyentaba, porque en cada uno de sus viajes Marta se las encontraba escondidas en todos los rincones de la casa: en los cuartos de baño, en los dormitorios, entre las sábanas y en la bañera, dentro del cesto de la ropa y metidas en los armarios. Toda estaba inundado de ellas y Marta empezó a tener miedo.

Apenas duerme en casa. Juanjo pasa la mayor parte del tiempo trabajando. Viaja, duerme en hoteles, viaja, duerme en hoteles, viaja. No llama mucho a casa. Dos veces en cada viaje. A la llegada, estoy bien, y a la vuelta, llegaré tarde. Ella ya no puede dormir. Las oye por todos lados. La casa huele a insecticida ya que, Marta, compulsivamente lo rocía por todas y cada una de las habitaciones, sin medida, inconsciente de que ése insecticida también puede dañarla a ella. Quiere que mueran todas, pero se resisten. Quiere que Juanjo venga y le ayuda a matarlas, o llamar a un exterminador, quiere que esté con ella, por eso lo llama a todas horas, llorando, pidiendo auxilio para que regrese y puedan pasar el mal trago juntos. Él nunca contesta al teléfono.

Juanjo regresa al fin. Busca en los armarios unas maletas (ya tiene mucha ropa esperándole en el coche), y guarda rápidamente, apenas sin mirar, la vida que ha comprado mientras estaba con ella. Toda la vida en un coche de cinco puertas

Ella se pregunta: ¿hay alguna explicación?, la respuesta es rotunda, inmensa, cargada de significado y desnuda de artificio: NO.

Ha pasado un mes desde que Juanjo decidió abandonarla. No está sola, cada vez hay más visitantes en su casa. La casa rebosa de ellas, el suelo está lleno de ellas; se suben por las paredes, y se cuelgan en las lámparas, caminan por su pelo y por sus brazos, por su cara y por sus piernas, por su sexo y por su boca. Pero no le importa. ¿Por qué el dolor? ¿Por qué nunca lo había sentido antes?¿Por qué si lo ha visto en su madre, en sus amigas, en sus hermanos y hermanas, nunca había podido entender en qué consistía? Está sola en el dolor, y cree que nunca nadie ha sufrido tanto como ella. No hay solución: acabará muriendo rodeada de ellas, entre ellas, con ellas.


Pasa el tiempo y el dolor no desaparece. Tampoco ellas. Sigue sin importarle, incluso, aunque no ha perdido el miedo, ha empezado a convivir con él. Sin querer, sin darse cuenta, inconsciente dentro del miedo, ha acabado acostumbrándose al dolor, acomodándose en él. Ellas son lo único que tiene. Las pisa cada vez que va a la cocina a beber agua, rompiéndolas en pedazos de líquido pegajoso que se adhiere a sus pies. Sabe que nunca se irán, que persistirán allí hasta que por fin muera. Y quiere morir. Y sabe que será pronto. Y sabe que ellas devorarán compulsivamente su cadáver.


Ella se pregunta: ¿acabará el dolor alguna vez? La respuesta es rotunda, inmensa, cargada de significado y desnuda de artificio: SÍ.

Pero no se quiere enfrentar a él, quiere morir. Sabe que, cuando tenga valor, cuando sus ojos puedan mirar al dolor cara a cara y las fuerzas que ahora le flaquean puedan alzarse en una lucha sin enemigos, la batalla acabará con ella como vencedora y Juanjo habrá desaparecido para siempre de sus sentimientos. Por eso se ha dejado perder siempre, sacrificando el mundo que ahora ya no ve. Por eso tiene que sacar fuerzas de donde nunca las hubo, crear una vida donde ella sea su mundo y borrar, eliminar, aniquilar, olvidar el pasado para poder crear un futuro. No será fácil, pero la apuesta en el juego es ella misma. Tiene que empezar a jugar.

Quiere morir y quiere seguir viviendo, así que empezará a jugar. Sabe que el primer paso para seguir viviendo será deshacerse de ellas. No será rápido, pero tiene todo el tiempo del mundo para hacerlo. Juanjo no volverá, pero el dolor, sin darse cuenta, concentrada en el juego, ha empezado a desaparecer. Sólo necesita fuerzas para poder eliminarlas. Si hay que tomar soluciones drásticas, las tomará. Compra en el supermercado bolsas de basura y empieza a llenarlas con ellas, con sus cuerpos vivos. En un principio había pensado quemar el piso, pero es absurdo deshacerse de un problema para crear otro, no mayor, no más importante, simplemente otro. Las bolsas de basura sí que las quema, todas, una a una, a medida que va llenándolas. Las mete en el coche y en un descampado a las afueras de la ciudad las va quemando. No quiere tirarlas al cubo de la basura, quiera verlas morir con sus propios ojos. Algunas escapan del fuego, pero no volverán, de eso está segura. Todavía quedan muchas, escondidas por toda la casa. Su ropa también la quema. No quiere las prendas, cada camisa, cada pantalón, cada falda, está infectada por el olor de ellas. Tampoco quiere los muebles, tiene que tirarlos. La cama, los armarios, el frigorífico y la lavadora, la televisión y la videocámara, las cintas de video, los discos, los libros, las fotos, los recuerdos, todo a la basura. El piso está vacío y lo desinfecta: por cada una de las ranuras de la casa, no puede quedar ninguna viva. Quema su ropa y se queda desnuda. Ya compraré algo nuevo. Ahora sólo queda esperar si su plan ha dado resultado.

El dolor no está, desapareció mientras vivía. Tampoco está la cama. Ni los muebles de la cocina. Ni la televisión. No hay teléfono, y las paredes otra vez vuelven a estar blancas. Todo parece nuevo, como si nunca nadie hubiera habitado el piso. No tiene nada que peder, porque no tiene nada, sólo le queda volver a empezar. Juanjo no ha vuelto, ni ha llamado, ni sabe dónde está. Mira por última vez a la cocina, puede que sigan allí. Por un momento tiene miedo. Tiene miedo que de repente una de ellas vuelva a aparecer, correteando por encima de los azulejos. Pero no hay ninguna. Puede seguir viviendo. Ellas han desaparecido.


Amador Aranda
Ilustraciones: David García-Asenjo Llana

10 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bello Ama, una mititilla angustiante, pero muy bello.
Besos

Amador Aranda Gallardo dijo...

Me alegro de que te guste...un poco angustiante, sí...en fin. Por cierto, esta tarde me pasaré a hacerte una visitilla. Un besote.

Unknown dijo...

Me ha gustado mucho :) aunque espero no tener pesadillas... ¡con lo que me gustan a mí las criaturitas estas...! :P

Uff... sólo pensarlo...

Bsos! ;).

Amador Aranda Gallardo dijo...

Hola Mayte. Me alegro de que te guste el relato, y espero que no te dé pesadillas...también me alegro que escribas en el blog, que aunque sé que lo lees, también me gusta leerte. Un besote.

mc dijo...

Precioso y con un puntito angustiante como dicen por ahí.
Enhorabuena y saludos!

Amador Aranda Gallardo dijo...

Me alegro que te guste. Y sí, creo que tiene un punto desagradable, pero si de verdad alguién quiere leer algo desagrdable, que lee Kafka en la orilla de Haruki Murakami: tiene un capitulo, sólo uno, pero qué cosas más asquerosa. Si ya me gustaban poco los gatos, no te cuento después de leer eso. Se me revuelven las tripas de solo pensarlo...ay...

David dijo...

Amador, qué arte tienes.
Recomiendo desde aquí el nuevo relato de Amador para Aldaba, Memoria familiar.

Amador Aranda Gallardo dijo...

Tú sí que tienes arte con las ilustraciones.
Ya publicaremos el relato y las ilustraciones, cuando pase un tiempecillo. Un besote.

mykelangelo dijo...

realmente has sabido captar y expresar un sentimiento que yo he pasado y que no he sabido como explicar. es esa sensación de que pase lo que pase algunas batallas están perdidas para siempre, que la única solución es el paso del tiempo. pero eso también es una derrota en realidad. mientras dura el duelo nada te consuela porque eres impotente de hacer nada. solo puedes leer GAME OVER.

nueva gomorra dijo...

¡Qué hermosa sorpresa Amador!
Esta noche tenía un rato y he decidido darme un paseo por tu espacio literario virtual. Me he llevado una grata sorpresa.
Me gusta la ligereza de un estilo que parece no corresponder a la densidad de la realidad de la inquilina. Me gusta también la animalización de la matanza del dolor, aunque tú, como yo, sabes que el dolor es endémico al ser humano y que se resiste bien al fuego...
Cuídate lindo

Paz