El corazón del escapista.

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El manual del escapista.


El escapista, ya sea un profesional o un simple aficionado, debe librarse del miedo como una prioridad dentro de su trabajo. Para escapar de las cadenas, cuerdas, candados que lo retienen, deberá esforzarse en desaparecer, “mentalmente”, como si estuviera preso tan sólo con hilos de coser. Deberá también olvidarlo todo: a su familia, a sus amigos, a sus hijos si los tuviera, ya que, el más mínimo sentimiento de culpabilidad ante la escapada, puede hacerle perder los nervios, y jugarle una mala pasada que no desea. No es fácil escapar, algunos de los mejores escapistas fallaron en el momento decisivo, ése en el que al ser libres, estaban más atados que nunca; por eso, será bueno adelantar el momento, sin desvelar el truco a realizar, para que el público asistente al espectáculo se emocione y aplauda con la proeza realizada, eso si, nunca deberá mentir. Un escapista que se precie no debe mentir nunca, no debe hacer trampas dentro de su espectáculo, ya que, al final, las mentiras son descubiertas por el público y hará de él un profesional a olvidar.



EL CORAZÓN DEL ESCAPISTA.
( o relato a trozos o de pequeños relatos.)


Primera escapada.

Como le gustaría poder acostumbrase a su mundo, al que le rodea, y que hace ya demasiado tiempo que se quiere deshacer, despegar, abandonar hacia otro que le resulte menos inhóspito, menos difícil. Como le gustaría poder salir, sin que nadie se dé cuenta, coger las cosas necesarias, hacer las maletas y abandonarlo de una vez por todas, con el ímpetu que tenía antes, cuando era pequeño y las cosas no importaban o carecían de valor, o más bien él no se las daba aunque lo tuvieran. Como le gustaría tener el coraje de decir las cosas que siente, las que guarda bajo llave desde hace ya demasiado tiempo, y que le minan las fuerzas a cada paso, a cada saludo, con cada conversación de la que quiere escapar, de la que le gustaría no formar parte. Como le gustaría ser invisible para poder ser el mismo, sin nadie que le juzgue, que le mire con cara de bicho raro, de persona desequilibrada, extraña, de la que es mejor no acercarse que algo malo siempre te pueden contagiar. Como le gustaría poder decirle que la quiere, que está enamorado de ella desde el primer día que llegó al hospital, con sus ojos casi cerrados, con sus manos siempre trémulas y su pelo a la izquierda y su boca agrietada. Pero sabe que es difícil, sabe que habrá que ser valiente y no callar lo que siempre ha callado. Elegir con cuidado qué hacer y qué no hacer y por qué hacerlo, y para qué. Así que deberá entrar en el hospital con decisión, no como siempre lo hace, con la bata a medio poner y los zapatos desabrochados, con el pelo aún mojado por la ducha de hace quince minutos y las ganas de escapar de todos los días. Deberá tener un día perfecto, donde todo salga bien; llevará consigo varios detalles de los que siempre prescinde: comprará un regalo para ella, un libro de los que lee en los últimos meses, desde que llegó al hospital con una enfermedad desconocida en su cuerpo; llevará una carta, con todo lo que le quiere decir y no puede y sabe que no podrá, pero que ella leerá en cuanto se haya marchado; y llevará dos noticias, una buena y otra mala, de la que ella sólo podrá elegir una, la otra, no tendrá vuelta atrás.


Lunes.

Él siempre entra con prisas en el hospital, precipitadamente, como si las ganas de salir fueran más fuertes que las de entrar. Se coloca la bata de celador y sin saludar a nadie empieza a hacer su ronda diaria por las habitaciones. Cada uno de los enfermos (¿los conoce?) a los que visita cada día, se han convertido en pequeñas satisfacciones, en gratificaciones de esa vida de la que quiere escapar. A medida que va llegando a la habitación 112, él,-cara cansada, ojos dormidos-se va poniendo nervioso, le sudan las manos y flojean las piernas, cada vez más pegadas al suelo, como barras de metal atraídas por imanes. Ella estará allí, esperándolo para dar una vuelta rápida por los pasillos. Sabe que al llegar estará sentada en su cama, leyendo un libro de los que últimamente se ha aficionado tanto, con los pies delcazos, y la bata desabrochada por la espalda, aún atolondrada por las medicinas que se toma nada más levantarse. No habrá miradas, ni caricias, ni besos a escondidas: todo frío y distante para disimular algo a lo que no estaban preparados, o no esperaban pero que ha ocurrido, sin darse cuenta, sin esperar nada de ello. Él la cogerá en brazos, agarrando con fuerza sus piernas para darle seguridad, la subirá en la silla de ruedas y en un tono neutro le preguntará cómo se encuentra hoy. Saldrán de la habitación, con un tímido adiós a la madre y recorrerán la sexta planta en la que se encuentran. El hospital ha terminado(todo acaba siendo así) por convertirse en un sito inhóspito, lleno de miradas y susurros por la espalda, donde todos saben algo y nadie sabe nada, donde todos se conocen y nadie conoce a nadie, donde todos opinan y nadie les deja opinar. Camina tranquilo, despacio, pausado, deteniendo el tiempo, escapando de sí mismo.


La habitación 112.

Todo está tranquilo, en una calma deseada, y el olor y el humo de cigarrillo que desprende su compañero de habitación, ya no le resultan un problema: después de varios días ha terminado acostumbrándose. Su madre no piensa igual; lleva varios días peleándose con el director para que las cambien de habitación. No cree que sea bueno para ella, el aire es irrespirable, sucio, inaguantable. En los meses que lleva en el hospital ha cambiado de compañero infinidad de veces, y por eso ha tomado la decisión de no saber nada de ellos, de no entrometerse en sus asuntos, desconocer porqué están allí, y para cuánto tiempo, ya que siempre es menor que el de ella. También ha decidido no escuchar más a su madre, que la martiriza día y noche con sus charlas; al principio fingía escucharla, tímidamente respondía a sus palabras con un movimiento de cabeza o con alguna palabra susurrada que daba de respuesta a sus interminables historias. Pero ya no lo hace; descubrió, casi sin darse cuenta, que su madre pone menos atención que ella al hablar, que es como una cinta rallada que repite siempre lo mismo.
En los últimos meses, desde que llegó al hospital en un día de calor intenso, se ha aficionado a la lectura. La televisión terminó por aburrirla, y sus compañeros de clase le llevaban los libros que mandaba el profesor, los cuales ella devoraba con absoluta devoción. Primero fueron los clásicos españoles de principios del siglo XX: Unamuno, Baroja, García Lorca, Valle Inclán; luego descubrió a los americanos: Truman Capote, John Dos pasos, William Faulkner al que se aficiono sobremanera, ya que para ella era un gran reto su lectura; finalmente se enamoro de dos autores españoles actuales: Antonio Muñoz Molina y Javier Marías: leía sus novelas, entrevistas, ensayos, cuentos, los seguía por televisión y estaba al tanto, todo lo que se puede estar de un escritor, de su vida privada. Así que la escritura propia no tardó en dar frutos, era algo que llevaba dentro y que necesitaba sacar. Al principio sólo eran poemas, de amor, de desamor, de odio, de miedo a la muerte, de esperanza, pero pronto empezó a escribir relatos :al principio toscos, mal estructurados y de prosa arítmica, aunque sinceros, como les pasa a la mayoría de los escritores primerizos. También empezó a preocuparse por los temas, llegando a la conclusión de que ya estaba casi todo contado, o gran parte al menos. Sus relatos contaban historias sencillas, de víctimas de accidentes de tráfico que se encontraban en hospitales inundados de luz; de ancianos enfermos que recordaban su pasado como una liberación; de hombres atormentados por el suicidio de sus parejas. Poco a poco se dio cuenta que ella no estaba en ningún sitio, que ninguno de los relatos contaba con su presencia: ella era sólo la sombra oculta que los escribía. Y puso remedio: su próximo relato estaría protagonizado en parte por ella, al menos se incluiría en él como personaje, aunque no sabía muy bien qué contar sobre ella misma. Si utilizaba la primera persona en la narración, le sería más fácil hablar de sentimientos, de cómo se sentía en ese hospital y a la gente que había conocido. Pero optó por la tercera persona, que a priori era más impersonal, más irreal, aunque también ésta le permitía salirse de ella misma, verse desde fuera y plasmarlo todo con más realidad. No tardó en saber que él sería su protagonista, el héroe de su historia, y empezó a escribir, sin prisa se puso a buscar un título para el relato, al que después de un tiempo, después de pensarlo mucho llamaría “el corazón del escapista”


La noche.

Hace mucho tiempo que el olor del cuerpo de ella se pegó al suyo. Al principio era sólo un ligero perfume, que le rondaba cada vez que se llevaba la mano a la cara, o que descubría por casualidad en una respiración más fuerte de lo normal. Pero poco a poco se hizo más intenso, eliminado su propio olor corporal, como una colonia conocida de la que es imposible deshacerse, recordándole sus encuentros nocturnos con ella, sus citas privadas a las doce de la noche, cuando todos los familiares se han ido y sólo son testigos los enfermos medio dormidos en sus familiares camas.
La noche los protege de ellos mismos, de sus miradas, de sus caricias, de los quince años de ella y de los cuarenta de él, de sus inseguridades y miedos, de sus pausas sin palabras, de sus latidos acelerados, de sus respiraciones al unísono, de sus perdóname por ser yo, por no haber sido otro que más te quisiera, que más te conviniera, que más se adaptara a ti y pudiera entenderte, hablarte como tú lo necesitas, como yo quiero hacerlo aunque no pueda, aunque no me lo permita, por temor a caer, a resbalarme y acabar con todo, demasiado deprisa, demasiado rápido, más rápido de lo que tú quieres, o ansias, o me pides sin saber yo cómo dártelo, sin saber yo cómo adentrarme en ti sin que te sientas mal, disgustada por la forma, por los modos en que me entrego sin límites, acostumbrado a otros cuerpos que no son el tuyo, que nunca lo serán pero que han estado en mí, en mi cabeza, en mi corazón, en mi interior ausente de ti, pero que ahora habitas, sin sentido ahora gobiernas y llenas de olores hasta ahora desconocidos en mí, desconocidos en ti, que nos recuerdan donde estamos, con quien y para qué y nos cubren en la noche a la espera de una mañana luminosa y pública.



La competición.

Con el tiempo ha aprendido a callar, a no decir las cosas, importantes o no, de las que se siente orgulloso, o incómodo, o le avergüenzan de otra persona, ya sea de un amigo, de una amante, de un conocido al que no quiere perder por ser él mismo y contar lo que siente, lo que le molesta y que sabe que es cierto, aunque se engañe hasta el punto de creerlo como verdad, hasta el punto de ser él el equivocado, el que no lleva razón y nunca la ha llevado en la relación que mantienen, donde las verdades hacen daño, y rompen, o pueden romper todo lo que se tiene, ya sea fuerte y sano, o débil y descuidado. Ha aprendido, sin darse cuenta, sin saber que lo estaba haciendo, a darle valor a las palabras, a saber medirlas y ajustarlas a lo que está pasando, para con ellas no hacer daño, no herir a la otra persona o hacerla sentir incómoda, innecesaria en su vida y en sus deseos de seguir con ella, de estar siempre juntos, de no romper nada de lo que está pasando, aunque no hubieran querido que pasara, aunque no quisieran que ocurriera. Por eso no le ha dicho que la quiere, aunque lo sienta con fuerza y quiera hacerlo, sabe que al final perderá, como una competición absurda en el que el perdedor es el primero que habla, que vocaliza unas palabras que parecen malditas, inapropiadas para ellos aunque no lo sean, unas palabras de perdedor que lo deja todo, que ha caído en la trampa de enamorase primero y perdido deberá luchar para que la otra persona termine cayendo también, poco a poco, en un juego de sentimientos medidos al milímetro y escondidos para no acabar demasiado rápido si uno de los jugadores tiene miedo, o no se encuentra igual, o no siente lo mismo: el mismo amor, el mismo cariño, los mismos te quiero, te necesito, no puedo dejar de pensar en ti ni un solo minuto. Ella no hablará, no lo dirá nunca, por eso se sabe perdedor, aunque jugará con ventaja y hará trampas, se saldrá del camino para decirlo, porque quiere y lo siente, lo dirá aunque no como hay que decirlo: elegirá un sistema nuevo, donde ella no podrá responder y donde él, aunque saldrá como perdedor, tendrá la sensación de haber ganado algo.

La pérdida.

No lo habían hablado, ni pensado nunca, no era algo que tuvieran en mente, o que en cierto modo alguno de los dos pidiera en algún momento de su relación, ni siquiera se lo habían planteado para futuros remotos: nunca se habían visto desde fuera como lo que iban a ser, sin embargo, contra todo pronóstico, Carmen, la mujer de él, se quedó embarazada. Lo primero que hicieron al saber la noticia, antes incluso de avisar a las familias para darle la buena nueva, fue buscarle un nombre: Miguel fue el elegido.
Muy pronto empezaron con los preparativos. Casi sin haber cumplido los dos meses de gestación, Miguel ya tenía un moisés, un carrito de paseo y un pijama con sus patucos a juego: todo de un color neutro, por si acaso era chica, aunque no lo creían. Las visitas al médico se repetían constantemente, ya que Carmen sufría diferentes trastornos, los cuales achacaba al embarazo. El dolor abdominal era constante, y ella lo intentaba sanar frotando su mano derecha siempre por toda la barriga, como si el consuelo de esa mano, hiciera calmar al niño dentro de ella. Él hacía poca cosa, sólo preguntar cómo se encontraba y si quería algo, si tenía algún antojo, a los que acudía como padre responsable. Pero no era fácil calmar el dolor, y por recomendación del médico, no podía tomar medicamentos, ya que podrían hacerle daño al futuro hijo. La barriga de Carmen empezó a crecer de forma desmesurada; era extraño que estando sólo de cuatro meses pudiera tener el cuerpo tan hinchado, así que todos empezaron a sospechar que estaba embarazada de gemelos, o quizá de trillizos, quién sabe. Pero no fue así. La ecografía a la que los dos acudieron muy ilusionados, ya para ver a Miguel y constatar que era un niño, ya para comprobar que el estado del embarazo era favorable, no fue del todo buena. Justo al lado del feto, estaba creciendo un tumor que impedía el desarrollo del mismo. Los primerizos padres se alarmaron con la noticia, pero el médico era optimista con la vida de la madre, aunque no con la del pequeño: recomendaba un aborto provocado en las próximas setenta y dos horas para así poder ver la magnitud real del tumor y actuar sobre el mismo. No era la primera vez que Carmen abortaba, ya había tenido esa experiencia cuando era joven, en la universidad, y aunque fue traumática, también fue necesaria. A partir de ahí todo fue muy rápido: el aborto, el análisis del tumor que resultó maligno y el futuro tratamiento en el cuerpo de Carmen. Él la acompañaba cada semana al hospital para ver su evolución, pero las noticias no mejoraban, y los tumores se multiplicaban dentro de su estómago. El tiempo corría demasiado rápido para buscar soluciones. A los cinco meses de detección de la enfermedad y de la pérdida de Miguel, Carmen falleció. Con el cuerpo de Carmen, él decidió enterrar una vida de la que ya no se sentía parte, de la que ya no merecía estar presente para hacer de ella un recuerdo, decidiendo cambiar de lugar, de amigos, de fechas en el calendario que le recordaban a ella, a él con ella, a él sin ella.


El sexo

Los nombres se amontonaron en su cabeza demasiado rápido, demasiado deprisa para poder recordar alguno, la mayoría falsos, o inventados rápidamente, como un fogonazo al preguntar cómo te llamas, quieres venir conmigo, te gustaría ir a mi casa. El suyo, la mayoría de las veces, también era inventado: Juan, Pablo, Sergio, Manuel, nunca el real. No fue difícil hacerlo, ni complicado, la ciudad ajena y desconocida le protegía de miradas y de habladurías, así que al principio, aunque sólo fue para mirar, para tantear el terreno y ver las posibilidades que le ofrecía el prostíbulo, lo llevó a acostarse con una de las chicas. Nunca creyó que el sexo pudiera ser sucio, frío, teñido de escapada por todas partes: por la cama y las sábanas llena de olores, por la moqueta, sucia y deshilachada de tanto usarla, por la luz, tenue y espesa, pesada y pegada a su piel, a la de ella, a su cuerpo marcado ya por otros cuerpos para siempre, como heridas invisibles adheridas a sus manos, a sus brazos y piernas, a sus ojos sonámbulos que pasean sin ser vistos por el cuerpo de la prostituta, igual que en el de ella, la chica del hospital, cuando no le ve, cuando a escondidas puede hacerle el amor, sin ser vistos, escondidos en los rincones de la sexta planta, a oscuras y en silencio, reprimiendo los suspiros, los gemidos y los gritos para no llamar la atención, para no ser descubiertos aunque lo deseen con todas sus fuerzas, a pesar de los peligros y los impedimentos que cada día encuentran. El cuerpo de ella, que cada día está más delgado, más degradado por el estado de su enfermedad, les hace buscar lugares cómodos, para poder tumbarse, acariciarse, sentirse el uno al otro sin hacerse daño, sin lastimarse mutuamente. Pero el sexo lo cambia todo, o al menos así lo cree él, mientras la besa y acaricia sus pechos; cambia la forma de mirar, de comportarse, de querer a la persona que estás haciendo el amor, de inconcientemente proteger y en cierto modo servir, por un tiempo, unos días, unos años, toda una vida en la que se miente y engaña para no perder lo que una vez se tuvo, se dijo en una cama descuidada de sábanas limpias y se creyó por ambas parte como verdad, como dogma de una relación en la que el final es borroso, difuso, y desconocido para ambos aunque se crea como eterno e irrompible, como el último y definitivo dentro de una corta, o larga lista de amantes con los que también se creyó acabar para siempre, aunque se escondan en la memoria, viviendo con ellos en cada nuevo beso, recordándolos en cada nueva caricia que fue como otra ya vivida, ya hecha y de la que creímos deshacernos para siempre, con el último adiós planeado, quizá en esa cama de la que también se quería escapar, por miedo a hacer daño, a decir que no estaba enamorado y que quería romperlo todo, dejarla y seguir sólo un camino del que sabía pocas cosas, del que asustado quizá volvería, para pedir luego perdón, para arrodillarse y suplicar una segunda oportunidad, de la que puede que no estuviera seguro (sólo una forma de escapar dentro de la misma huída) para arreglar errores, y pérdidas innecesarias que le hacen falta en el nuevo camino, donde ahora se encuentra, con ella, penetrándola intensamente, como si fuera su última vez, para hacerla recordar en su primera vez, que siempre lo tendrá presente, en todas sus nuevas relaciones, con todos sus nuevos amantes, novios, maridos que la amarán, como el primero que supo hacerla sentir, como el primero que supo hacerla amar.


Segunda escapada.

Nunca volverá a encontrarse con ella en los pasillos, en las habitaciones, en los rincones que habitaron durante tanto tiempo, durante tantas noches. Nunca volverá la vista atrás, para ver el pasado que le persigue sin remedio, que le habita como un inquilino invisible en su propia casa, como una enfermedad de la que es imposible deshacerse hasta la futura muerte. Nunca volverá a ver marchar a nadie, siempre será él el que termine yéndose de todos los sitios, el que abandone las ciudades, las casas, las camas deshechas en mitad de la noche con amantes fortuitos a la espera de una llamada futura, de un beso a medianoche, de una caricia sin pasado. Nunca volverá a enamorarse, sin más remedio debe ser fuerte ante este hecho, que le hace esconderse de él mismo, cambiar hacia algo que no es, pero es él, aunque no lo sienta como tal. Nunca volverá para pedir perdón, a los que hizo daño sin darse cuenta, o conscientemente como muchas veces cree que ha hecho, no habrá disculpas, ni ruegos, ni perdóname por ser yo, por intentar haber entrado en tu vida, en tus pensamientos, en tus conversaciones más íntimas sin participar de ellas, sin tomar contacto ni dar apoyos a tus problemas, a tus carencias, a tu malestar en esta vida tuya de la que no quiero formar parte, de la que quiero salir lo más rápido posible, sin ser visto, sin que me veas para no hacer más daño, para eliminar el dolor que te he provocado y del que sé que no te podrás deshacerte tan fácilmente, al igual que yo sé que podré olvidarte, sin darme cuenta, sólo con pensarlo, con imaginarme que no estás, que no estarás más en mí, en mi recuerdo, en mi pasado, en mi nuevo futuro sin cicatrices que lo dañen, que lo marchiten sin remedio, sin cura como tu enfermedad, como tu cuerpo delgado, trémulo, moribundo. Nunca volverá para explicar lo ocurrido, las razones de esa carta que escribió medio dormido en la habitación de su casa, que no dan respuestas, sino razones, sin más, las que él ha tomado llevado por una decisión de la que no se creyó capaz, por no haberla usado antes, aunque siempre estuviera ahí, guardada como un relato a medio escribir en el cajón de su escritorio, sin nadie que lo leyera, sin ninguna explicación de la historia rota todavía en pedazos e inconexa por falta de trabajo. Nunca volverá a ser el primero en decir te quiero, en regalar el corazón como si fuera un trofeo para la otra persona, un premio del que presumir, una conquista de la que se fue como perdedor, como vencido por hablar sin tapujos, por demostrar sus sentimientos sin fisuras, sólo él, desnudo ante alguien que también lo quiere pero de diferente forma. Y por supuesto, nunca volverá a sentirse solo, aunque lo esté, aunque ésta soledad le rodee sin remedio en su escapada, en su huida de él y le impida ser todo lo que quiso ser y no pudo: padre, marido, amante…nunca lo será, nunca más volverá.


La enfermedad.

En una escala del uno al diez, ella le daba un nueve y medio. Carlos era alto, rubio, y con los ojos de diferente color: azul y verde respectivamente. Tenía las manos grandes y los dedos largos, y apartar la mirada de él cada vez que salía a la pizarra en clase era imposible. Los lunes, miércoles y viernes, antes de ir a las clases de inglés, ella lo perseguía hasta su casa y esperaba para verlo entrar hasta llegar a su habitación, donde él, sabiendo que era espiado, se quitaba la camiseta y se tumbaba en la cama.
No sólo ella estaba enamorada de Carlos: todas las chicas del instituto babeaban con él. Aunque ella sabía que Carlos sólo tenía ojos para Marta, una chica mayor que ellos y de la que se sospechaba que salía con un hombre mayor. El día en que, estando en clases de latín, se desplomó en el suelo cuando se disponía a salir a la pizarra, fue la primera vez en que Carlos se dio cuenta de que ella existía. A partir de aquel día, las caídas y desmayos se repitieron constantemente. Su médico de cabecera diagnosticó falta de hierro, pero para estar más seguros, ella debería hacerse unos análisis que dieran una respuesta real de la enfermedad. Los análisis no desvelaron gran cosa, el hierro estaba en unos niveles aceptables. Pero ella seguía cayendo al suelo después de un pequeño mareo, y al despertar no recordaba gran cosa.
La primera vez que fue ingresada en el hospital estuvo sólo un día: una jornada de observación. La segunda vez fue algo más larga, casi una semana de pruebas y medicamentos a deshora que la dejaban dormida casi todo el día. En la tercera vez, el hospital empezó a parecerle familiar, ya conocía a alguna enfermera y los médicos la llamaban por su nombre. La cuarta visita venía precedida por una caída fatídica, en la que sus piernas dejaron de responderle, de sostener su cuerpo, sin posibilidad de levantarse, de caminar. Los análisis y las pruebas parecían no tener fin. Un día tras otro repetía la misma rutina sin llegar a ningún sitio, sin obtener respuesta hacía algo que parecía en un momento fácil, rápido de identificar y de curar. Pero no fue así, la palabra indefinidamente, pronunciada por el médico en una mañana de grises despertares, la iba a tener retenida en el hospital hasta encontrar una cura satisfactoria, hasta encontrar un remedio a la enfermedad sin nombre, sin precedentes anteriores, sin casos previos en los que apoyarse para seguir un camino.
No lloró, ni siquiera se puso triste para no alarmar a su madre, sólo pensó en Carlos, y en la posibilidad de no verlo nunca más, de no poder decirle nunca lo que sentía por él, por culpa de un asesino sin nombre, que la habita sin haber sido invitado, sin haber pedido permisos para entrar y quedarse.
La habitación del hospital poco a poco se despide de los grises para dar paso a los azules, los de sus posters y grabados, los de sus libros con grandes nombres, los azules de su ropa y de sus sábanas, de sus gafas y cintas del pelo, de sus fotos en el mar y en el cole, de sus peluches y sus lápices, de sus labios y de sus ojos, que le recuerdan a lo que era, a lo que seguirá siendo en los próximos meses, acompañada siempre por esa enfermedad, a la que pronto dará nombre, “el síndrome del escapista”, como si así, fuera más fácil vencerla, teniendo a un enemigo real, con el que poder luchar y vencer y por lo tanto vivir o perder y en ese caso sin remedio, morir.





La carta y las noticias.

La incertidumbre lo retiene con fuerza y la escapada parece más difícil, borrosa, a ratos imposible e de inalcanzable futuro, aunque sea cercano y se vislumbre como feliz en los momentos que está con ella. Pero la agotadora incertidumbre es fuerte y quiere acompañarlo mucho más tiempo, en una ciudad en la que ya no está pero sigue viviendo, en la casa que ya no habita pero sigue rondando, en las palabras que intenta escribir y no puede pronunciar, aunque lo intente, torpemente, como un niño en el primer día de escuela que intenta decir lo que siente: “te ruego que perdones a mi voz, a mis palabras, a las que te escribo torpemente, sólo como sé hacerlo, siendo yo, como siempre, siendo yo”. Él intenta buscar la forma de llegar a un sitio, a uno que le lleve hasta el final: “lo que diré no te gustará, pero no hay elección, no hay más vueltas que dar, ni más finales perfectos, no habrá más perdones, no por mi parte, ya no los necesito”. Sin embargo, escribirá lo que tiene que decir, calmado, hablará de esas noticias que necesita darle: “lo primero será decirte que me voy, no sé a donde, sé que me voy solo, otra vez y que no sé muy bien el por qué, aunque tú eres una de las razones, puede que la única razón de mi escapada”. Él piensa que es difícil no hacer daño, no herir a la otra persona con las palabras, y las mide, y las revisa una y otra vez, hasta encontrar la adecuada: “lo segundo, será decir que te quiero. Te lo digo así, te lo digo ahora, de forma inútil y cobarde, sin obtener respuesta, que en cierto modo sé que necesito para mi viaje, pero también necesito que no me respondas, que no me lo digas, ya que si tú (no necesito que me lo digas) me lo dices, sería una razón para quedarme (perdona mi voz, mis palabras, son torpes, estúpidas, sin sentido).Cómo me gustaría desaparecer completamente, y saber que no me buscarás, adonde voy sólo hay perdedores, perdidos de sí mismos que te harán más daño, por eso no quiero que vengas, no quiero que me conozcas de verdad, no soy algo bueno para ti, hay muchas partes de mí que sé que odiarías, que yo mismo odio, y que no puedo remediar, eliminar, reventar dentro de mi cuerpo(perdona mi voz, mis palabras, son torpes, estúpidas, sin sentido, perdona mi miedo a perderte, a no verte más, como ahora estamos, como ahora vivimos”). A él le gustaría, que por una vez, las palabras no tuvieran significado, no dijeran nada, no fueran capaces de explicar lo que está sintiendo. “Me temo que será una despedida de verdad, y que no nos volveremos a ver. Con ésta carta te envío un regalo, uno de esos libros de los que últimamente lees y de los que yo no entiendo mucho, aunque me encante que me leas párrafos que te han gustado: yo nunca los he entendido. Y acuérdate de mí, aunque sólo sea para odiarme, te pido, que te acuerdes de mí. (perdona mi voz, mis palabras, son torpes, estúpidas, sin sentido, perdona mi miedo a perderte, a no verte más, como ahora estamos, como ahora vivimos, perdona mi escapada, mi fuga de ti, mi cobardía por dejarlo, perdona el daño que te he hecho al quererte”).
Él preferiría escribir: Será hoy. Cuando todos duerman y tu madre se haya ido a casa, pasaré a buscarte. Vístete deprisa. Coge las cosas imprescindibles y métalas en una bolsa. Yo llegaré corriendo, cuando las luces se hayan apagado, te subiré en la silla de ruedas y nos iremos. Sin decirle nada a nadie. Y cuando lleguemos, nadie sabrá donde estamos. Primero nos iremos a una pensión, allí dormiremos juntos, sin nadie que nos pueda ver, sin nadie que nos pueda interrumpir y haremos el amor. Y cuando dejen de buscarnos, nos cambiaremos de nombre, cambiaremos de vida, juntos, empezaremos de nuevo. Tienes que estar segura de lo que vamos a hacer, ya que no habrá vuelta atrás, no podremos mirar más al pasado, se habrá muerto. Sé que dirás que sí, que te gustará mi idea, pero tienes que ser fuerte. Los dos tenemos que ser fuertes para hacerlo. No pierdas tiempo y empieza, yo pronto pasaré a recogerte. Te quiero.





El relato.

No tiene muy claro qué va a hacer, qué va a escribir o qué historia quiere contar, aunque tiene una vaga idea de la misma. Una chica, que será ella misma, vive desde hace un tiempo en un hospital, luchando con una enfermedad sin nombre, y enamorada de un celador del que sabe poca cosa. Él, el celador, no tendrá nombre, y tampoco ella se lo pondrá, sólo algún personaje secundario lo llevará, como si el hecho de no llevar nombre fuera una excusa para hablar del anonimato que tanto persiguen ambos. Tampoco tiene clara la estructura que le dará al relato, sabe que no será una normal: un conjunto de pequeños relatos que vayan contando a fogonazos el pasado de cada uno y luego concuerde como un todo, uniforme y compacto. No contará toda la verdad, por supuesto, su historia, la de su enfermedad, es privada y desea guardarla celosamente para ella. Aunque hablará de él, como su protagonista, deberá darle voz, y presencia dentro del mismo, y para ello, deberá utilizar la imaginación, siendo capaz de crear una vida paralela e inventada a la que él mismo tiene.
No sabe muy bien si los escritores eligen los temas de los que van a hablar antes de empezar los relatos, cuando todavía no son nada, más que unas ideas bienintencionadas de personajes que pueden llegar a ser simpáticos, o atractivos para el lector en el mejor de los casos. Ella tiene claro el título, así que unos de los temas, el principal, también estará claro. Los demás los irá viendo a medida que escribe, aunque le dé miedo no saber cómo hacerlo, no saber hablar de sentimientos, de hechos que no ha vivido por su juventud y por su inexperiencia; escribirá sobre el sexo, sin haberlo practicado, del amor sin haberlo sentido, del miedo sin haberlo sufrido, y de la enfermedad teniéndola en este mismo momento.
Ella cree que los finales son confusos y que no cuentan gran cosa. Llegado al final, la historia ya tiene que estar contada, piensa, los personajes ya deben de haber elegido su destino y haber empezado a vivir en él sin remedio, sea bueno o malo. El final de él está claro, escapará, como quiere hacerlo, sin saber muy bien donde irá, la dejará. Pero el de ella será confuso, en cierto modo ambiguo, al igual que muchas partes del relato, que tiene claro que no contarán todo y que intentarán confundir premeditadamente al lector. Su final como personaje no acabará, estará en el hospital, esperando a que él venga, sentada en su cama y con su madre durmiendo en el sillón de la habitación. No llorará con la carta, ya que se imaginaba que algo así podía pasar en cualquier momento. La romperá y quemará para ella también olvidar el pasado, para no tenerlo presente nunca más. Cogerá el libro que le ha regalado y empezará a leerlo, se reirá por la casualidad del título: “Lolita”, y poco a poco se irá adentrando en la historia de un hombre sólo, que se enamora de una chica joven, que vive con su madre y con la que el hombre al poco tiempo se casa. Se sorprenderá cuando la madre muera y él, sea su nuevo padre, su nuevo tutor y juntos escapen hacía un destino que no los hará felices. Por eso ella le dará otro final a su personaje, no se escapará con él, se quedará allí, esperando a curarse, a que todo pase de una vez. Piensa que sería también interesante matarla, que podía aumentar la intensidad dramática del mismo relato, pero una muerte de su personaje, sería una muerte propia, un modo de decirse a ella misma que morirá, que no podrá soportar la enfermedad que soporta, que todo acabará mal. Pero todo eso será al final, cuando acabe el relato, y ahora tiene que empezarlo, por el principio, con una introducción que no hable de nadie, dando consejos a los mismo personajes, como un dios que los guiará dentro del mismo texto, invitando al lector a adentrarse en el mismo, así que escribirá un manual, unas reglas que seguir, para que así nadie se pierda y pueda llegar al final con la ideas, más o menos claras, de todo lo que ella ha querido contar.



Amador Aranda.

Los años prestados.

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Ganador Certamen Mujeres progresistas de Monachil 2006

Los años prestados.
Guillermo piensa que recodar su infancia lo enriquece, ahora que es anciano y que los años prestados han empezado a vivir en él. Adicto a los olores, a los sabores, a los colores que se han grabado en su recuerdo, visita el hospital donde volverá a vivir. Todo es nuevo y nada es nuevo. Camina por un hospital distinto del que habitó cuando su abuelo estaba a punto de morir, pero es el mismo hospital, son los mismos olores a limpia enfermedad, los mismos sabores a la comida que su abuelo le daba a escondidas mientras sus padres estaban distraídos, y que a el abuelo no le gustaba, y a él tampoco, pero que comía para que así no regañaran al anciano. Son los mismos rayos de luz, robando la oscuridad necesaria para que las almas abandonen sin remedio los cuerpos moribundos de los enfermos, el cuerpo de su abuelo, arrugado y marchito que tantas veces lavó en la bañera de metal que sus padres guardaban en el trastero y que pensaron que nunca usarían, y que ahora él piensa en recuperar, para hacer lo mismo, porque es él el que tiene ahora el cuerpo arrugado y marchito, el que emite olores a viejo, a anciano, a moribundo y que su abuelo emitía también, y que él intentaba quitar con jabón de lagarto, que era el único que permitía su abuelo, ya que decía que los otros olían mal.
Delgado, pasea ahora por la habitación del hospital, con la mirada atenta de su mujer que finge dormir en el viejo sofá del cuarto. Le molesta la bata del hospital, desnudo bajo ella y con la parte de atrás al aire. Puede que en unas horas vengan a por él y lo bajen en la camilla hasta la sala de operaciones para cambiarle el corazón, para hacerle vivir unos años nuevos con los que no contaba. Hace ya mucho tiempo que supo de la existencia de los años prestados, los que se pensó que en un principio que no iba a tener. Ahora, cuando también se ha dado cuenta de lo que son los recuerdos prestados, aquellos que no vivió pero que ocupan buena parte de su memoria, acomodados en su cabeza por las palabras de su abuela, o de su madre, o de su padre. Recuerdos prestados de una guerra que no llegó a vivir, pero que mantiene en imágenes como vivida; recuerdos de misas funerales por el alma de su abuelo, desaparecido y dado por muerto al acabar la guerra; recuerdos de lágrimas derramadas por su abuela en el entierro ficticio, sin cuerpo al que poder llorar de verdad, y sin ataúd o lápida a la que poder ir a rezar cuando el dolor llegara sin avisar, en la soledad de una cama vacía poco después de casarse. Nunca vivió la desaparición de su abuelo, pero guarda en imágenes prestadas la historia que un día su abuela le contó aún siendo niño, la historia de un muerto que estaba vivo en otro país, perseguido por los vencedores y olvidado por los vencidos, que se alimentaba de basura y desperdicios, de animales muertos y de verduras robadas en huertos de Francia. Nunca vio a su abuela contar a su madre que era posible que el abuelo hubiera muerto y que estaría bien ir preparando un funeral, hablar con el cura para ver qué solución se le podía dar. Nunca vio llorar a su abuela por un muerto que estaba vivo, en cada una de las misas a las que avisaba a todas las vecinas del pueblo para que así el dolor fuera menor en compañía de todas ellas. Nunca vio llevar, de la mano de su madre al hogar del pensionista, un crespón negro para que lo colgaran en el balcón del edificio y así todo el mundo supiera que Manuel Segovia había muerto en la guerra. Y cuando el dolor se hace tan grande que empieza a olvidarse, cuando el empeño por olvidar vuelve más vivos los recuerdos, cuando las caras y los cuerpos parecen sueños difíciles de recodar, llegan los muertos que vivían en esos recuerdos, con grandes sombreros cordobeses, dando voces por los zaguanes recién encalados, gritando a los cuatro vientos que están vivos, que no pudieron vencerlos, que todavía están allí para seguir dando guerra. Guillermo no lo vio, pero ese día, según le contó su abuela, su abuelo llegó, más guapo y apuesto que nunca, pidiendo un buen vaso de vino y unas buenas migas para almorzar, sin miedo, sin rabia, sin resentimientos, con la cabeza bien alta y en ella, un bonito sombrero cordobés negro que se ajustaba perfectamente.
Su mujer duerme profundamente en el sofá de la habitación, en este hospital al que llegaron muy temprano. Guillermo no puede dormir, aunque lo intenta cerrando los ojos y dejando la mente en blanco. Pero no puede, su corazón ha empezado a latir con fuerza, como si quisiera demostrarle ahora que todavía es válido, que todavía puede darle vida a los días que le quedan por vivir, y por eso galopa con fuerza dentro de su pecho, o puede que no, que lo que le pase es que tenga miedo, miedo a morir solo, sin el cuerpo en el que habita, que seguirá viviendo sin él, caminado sin él, amando sin él. Tiene miedo a morir él también, a que le falle el corazón en el último momento y ya sea demasiado tarde para hacer el trasplante, como le ocurrió a su abuela, cansada de usar el corazón con usos para lo que no estaba hecho. Cansada de esperar en casa, mientras el abuelo Manuel andaba fuera.
La abuela nunca supo porqué su marido cambió cuando vino de la guerra. La misma cara, el mismo cuerpo, la misma voz, pero no el mismo hombre. Nunca supo porqué su marido salía cada noche a las diez y volvía a la mañana siguiente, borracho y oliendo a vino, se acostaba junto a ella y no hablaba, no contestaba a las preguntas de dónde has estado, con quién, por qué vienes tan tarde. Al principio era sólo una vez a la semana, quizá dos: se ponía su sombrero cordobés, se echaba colonia y se ponía el traje de los domingos. Pero las salidas se repetían y a su abuela se le salía el corazón del pecho cada vez que un caballo repicaba con las herraduras en el empedrado de la calle pensado que era él que ya volvía. Las salidas nocturnas se iban convirtiendo en días, luego en semanas, y después meses. Y los hijos preguntaban que dónde estaba su padre, a lo que la abuela sólo podía contestar que había ido a traer dinero, a hacer un trato con unos extranjeros a los que iba a venderles un solar, o una fanega de olivos, o una casa y que cuando volviera iba a traer tantos duros que podrían llenar la mesa entera del comedor con ellos. Pero por fin un día volvió, con lágrimas en los ojos. La abuela pensó que venía arrepentido, pidiendo perdón por los largos meses que había pasado fuera sin dar explicación a nadie, pero no fue así. Se había enamorado de una mujer, la mujer más guapa que había conocido nunca y que vivía en el pueblo de al lado; y había sido rechazado, rechazado por no tener dinero, ni porvenir que darle, no como el señor Alfonso, el señorito del pueblo, que se la había llevado a la cama, justo la misma noche en que él se había declarado, y justo después la rechazó, después de haberla poseído con promesas de una vida futura en común. Tres días y tres noches estuvo el abuelo Manuel sin salir de la cama. Tres días y tres noches en los que la abuela lloró en silencio en la cocina, a escondidas de sus tres hijos. Tres días en los que su corazón terminó de romperse, desenamorada, viviendo con un hombre que pensaba que jamás la quiso. Esperando a que su marido bajara para darle alguna explicación que jamás le pidió, que jamás le reprochó. Por fin un día bajó del cuarto, sin decir palabra cogió la botella de vino y no la soltó hasta que le dio la primera bofetada a su mujer.
Guillermo sabe que pronto ocurrirá, que de un momento a otro vendrá una enfermera y le dirá que está todo preparado, que tiene que bajarse a la sala de operaciones y que volverá con un corazón nuevo con el que poder seguir viviendo. Pero todavía espera, en la habitación blanca y silenciosa del hospital, espera al igual que su abuela esperaba la llegada de su abuelo todas las noches, con incertidumbre de sí vendría borracho o no, de sí ése día estaría enfadado o vendría de buenas, si hoy, después de que sonaran con estrépito las herraduras del caballo en el empedrado de la calle, y el abuelo se bajara del mismo, entraría por la puerta y la golpearía salvajemente hasta dejarla inconsciente, delante de sus hijos, impotentes ante la escena vivida y marcados para siempre por la misma. Aniquilada, desprotegida, bloqueada por el miedo, esperaría a que su marido subiera al dormitorio y se acostara, se levantaría del suelo, se limpiaría en la pila la cara, las heridas que se amontonan en su rostro, y rezaría para que su marido se durmiera antes de que ella subiera. Se acostaría a su lado y como siempre, lloraría en silencio. Dormiría y tendría pesadillas. Luego se levantaría y bajaría a la cocina para prepararle el desayuno antes de que se fuera a trabajar, y rezaría para que no volviese a pegarle.
Escucha la voz de la enfermera y le dice que todo está preparado para la operación. Siente miedo de lo que va a pasar, pero sabe que tiene que ser valiente, que su corazón no va a fallarle por última vez. Respira profundamente y recuerda lo valiente que fue su abuela cuando decidió retar a su abuelo a una guerra de la que podría salir perdedora, pero nunca vencida. Su abuela mandó a los hijos con una vecina y se preparó para la batalla. Cogió una escopeta recortada que su marido usaba para ir de caza y lo esperó sentada en una silla a que volviera del trabajo. Los nervios y la angustia le quemaban el corazón, pero el miedo, el que antes hizo que estuviera aniquilada y oprimida, la ayudaba ahora dándole un valor que nunca creyó tener. El ruido del caballo la hizo levantarse rápidamente de la silla y coger el arma con las dos manos, con fuerza y decisión. Su marido entró tranquilo, sin saber qué le esperaba a la entrada. Ella lo miró a él, y él la miró a ella. Sólo pudo decirle, con una voz firme e incluso masculina: Manuel, tienes dos formas de entrar en casa. Una, con la cabeza agachada, pidiendo perdón, y cambiando todo lo que has hecho en éstos últimos meses. La otra, con la cabeza alta, sin pedir perdón, y haciendo lo que has hecho en los últimos meses. Si eliges la primera, serás bienvenido. Si eliges la segunda, me temo que saldrás por la puerta con los pies por delante. Así que tú decides. No hizo nada, no dijo nada, se quedó esperando a que su mujer bajara el arma. Pero no lo hizo. Tuvo que rendirse frente a ella y subir a su cuarto, otra vez llorando, y dándose cuenta por fin de todo lo que había hecho. La guerra había terminado.

Amador Aranda Gallardo

Finales y Principios. (Ganador del Accesit "Ciudad de Bailén" Noviembre 2006)

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Finales y principios.

Yo no quería volver. En el contestador automático había tres llamadas de mi hermana, pidiéndome, suplicándome que volviera a casa, que mi padre se estaba muriendo y sería bueno, necesario, imprescindible para mí, decirle adiós. Pero yo no podía volver. Ya había escapado hace años de la casa de mi padre, y no iba a regresar ahora pidiendo perdón, con la cabeza agachada y con una traición a mis espaldas. Hace un año hubiera... Yo era un aprendiz de escritor sin ideas, un marido sin amor y un infeliz sin preocupaciones. Pero todo cambia. Todo. Hace un año mi novela todavía no había sido escrita, y este hecho es fundamental para que yo me pudiera haber enfrentado con mi hermana, haberle dicho lo que pensaba de su vida, que no la había usado en balde y arreglar las cosas entre nosotros. Pero me tengo que remontar más tiempo para contar esta historia. Me tengo que remontar un año y medio atrás, cuando conocí a Julio González, un escritor como yo, en realidad, ninguno de los dos éramos escritores.
Después de estudiar derecho y de no encontrar trabajo, empecé a escribir. No sé si lo hacía bien, pero desde luego, estaba convencido, tristemente seguro, de que era lo único que sabía hacer. Tampoco había escrito mucho: unos cuantos cuentos y algún principio o comienzo de algo parecido a una novela que no llegó a ningún sitio (me pesa el pasado, la memoria, la traición). Yo creía que un escritor que no escribía novelas era incapaz de ganar dinero, pero me equivoqué. Mi mujer me enseñó las bases de un concurso de relatos que se realizaba en su pueblo. Fue ella la que me animó a ir presentándome a concursos y poco a poco empecé a ganar dinero, increíblemente, me pagaban por escribir. Los concursos a los que me presentaban no tenían una alta cuantía monetaria, ya que los grandes, estaban reservados para los buenos escritores, cosa que yo no era. Fue ella la que también me apuntó a un foro de internet en el que se reunían escritores noveles, y allí conocí a Julio, el escritor que no era escritor.
Julio era inquieto, algo desmedido en sus respuestas, y con la convicción de que todo el mundo estaba perdiendo el tiempo menos él. Yo era alguien más discreto en el foro. Apenas reseñaba algún libro que me había gustado y rara era la vez que contestaba a las cuestiones que otros miembros escribían. Como ya he dicho, yo, más o menos, seguía a Julio dentro del foro, me hacía gracia su prepotencia, su seguridad de saberlo todo cuando yo apenas sabía nada, pero nunca lo busqué, él me encontró a mí. Un mensaje de una reseña que yo había hecho sobre el último libro de Paul Auster, me invitaba, con el nombre del Julio en el encabezado, a tomar un café en una cafetería del centro de Madrid. Al principio pensé que la invitación era poco más que para tener una charla de libros, y de batallitas de concursos, puede que hubiera el intercambio de algún relato o en el mejor de los casos de una novela. Acepté sin pensarlo, tenía ganas de conocer a alguien como él, y en dos días estaba plantado en el Diurno, una cafetería del centro de Madrid. Son extraños los impulsos, yo tuve uno cuando decidí ir a la cafetería, un impulso de quedarme en casa, que eso me vendría bien y que yo no tenía necesidad de conocer a nadie. Pero no lo seguí.

La cafetería estaba totalmente acristalada, y no sé si por eso, o por el blanco que relucía en toda la pared, tenía la sensación de bienestar. Llegué temprano, y empecé a mirar unos dvds para alquilar que había dentro de la misma cafetería. El ambiente era agradable, y aunque tenía aspecto de “lugar para modernos”, no me dejé llevar por mis prejuicios. Yo no sabía cómo era Julio, y él tampoco sabía cómo era yo. En el mensaje olvidamos describirnos, pero la intuición me hizo saber quién era nada más entrar por la puerta. Julio era alto, mucho más que yo, que no alcanzó el metro sesenta y cinco. Iba totalmente vestido de negro, y con una perilla alrededor de su boca. Andaba desgarbado. Como sus respuestas en el foro, tenía una seguridad que trasmitía en el ambiente, como si todo lo tuviera ya hecho y el mundo debiese de saberlo nada más verlo. Hubo más de una persona que se giró para mirarlo, como si hubiera entrado un actor o un director de cine famoso, como si tuviera el éxito pegado a su piel. Llevaba una mochila a sus espaldas y aunque pudiera parecer en un primer vistazo que era mayor, no creo que tuviera más de treinta años. Miraba con descaro, intimidando a todo aquel que se atrevía a cruzarse con sus ojos, como si por el hecho de mirarlo hubiera que pagar un precio. Le hice una señal con la mano, para ver si era él y me respondió con una bajada de cabeza, con un sí posesivo y ensayado. Nos sentamos en una mesa y pedimos dos cafés, el mío sólo y el suyo sólo con hielo. Me apretó la mano con fuerza y me sonrió, más bien por cortesía. De cerca, Julio perdía su atractivo, bajándolo a la tierra de los mortales y quitándole el poder que parecía tener cuando lo observaba al entrar en la cafetería. Me empecé a relajar, me pareció por un momento que estaba al lado de alguien que era igual que yo.

- Pues aquí estamos Carlitos- dijo él, en un tono de júbilo. En ese momento tenía que haberme levantado. Yo odiaba que me llamaran Carlitos, pero no lo hice. Me mantuve en mi silla y contesté lo mejor que pude.
- Pues sí. Eso parece. Es raro, no crees. Yo apenas te conozco, y bueno, tú a mí tampoco.
- Raro. Yo no lo llamaría raro. Si quieres llamarlo así.
- No, no sé. Era sólo una forma de hablar.- Empecé a ponerme nervioso, y la puerta era cada vez más grande, más amplia, y en ella parecía ver un cartel que ponía, sal ya de aquí Carlos y deja a éste tío plantado, no te va a aportar nada. Pero no lo hice, me sentía hipnotizado, como si sus palabras causaran en mí un efecto narcótico del que me era imposible escapar.
- Imagino que querrás saber para qué te he citado. No creo que quedes con tíos por internet muy a menudo.
- No. No suelo, la verdad.
- Pues dejémonos de cháchara. He venido a enseñarte mis relatos, la verdad es que tampoco era muy difícil de adivinar.
- Yo no he traído ninguno para ti.
- No importa. Yo sólo quiero que leas los míos, los tuyos no me interesan demasiado.
- ¿Por qué? Si no sabes como escribo.
- Se puede saber mucho de una persona, no crees. Nada más verla. Y me puedo imaginar como escribes, no creo que haga falta que me enseñes ninguno.
- Y si ya sabes como escribo…para qué quieres que lea los tuyos.
- Te lo diré cuando los leas.
- Sólo eso.
- Sólo eso. Me voy, he quedado, ya nos veremos…- y me volvió a sonreír, y se levantó de la silla y se fue. No supe qué decir. Me quedé sentado en la silla de la cafetería, todavía con el café humeando en la taza, y ahora el blanco de las paredes empezaba a molestarme en los ojos, como si el sol hubiera entrado de repente y me obligara a salir de allí si no quería quemarme con su potente luz.

Por supuesto no leí los relatos. Lo primero que hice al llegar a casa fue guardarlos en un cajón. ¿Cómo se había atrevido a decir que no lo interesaban mis relatos pidiéndome a mí que leyera los suyos? Aunque reconozco que llevaba razón en una cosa. Yo, al igual que él, también había adivinado cómo escribía. Sabía a priori que una persona así no podía escribir bien, no podía tener sensibilidad. Anduve toda la tarde dando vueltas por la casa. Mi mujer había salido de viaje de negocios, estaba claro que era ella la triunfadora del matrimonio, y yo me había quedado solo. Me puse a escribir, aunque no estaba muy inspirado. Los relatos en el cajón de mi escritorio estaban pidiendo salir, estaban diciéndome que los leyera, que me diera cuenta que no estaba equivocado y que Julio González escribía mal, que era un farsante. Así que los cogí. Me senté en la cama y fui leyendo poco a poco el primer relato (la mentira, la traición, la vergüenza). Reconozco que no estaba mal. El relato tenía una prosa amena y divertida, en algunos momentos, con un humor ácido bastante inteligente, y la trama estaba bien construida y estructurada. Me había equivocado y qué... El segundo relato era completamente diferente, además me sorprendió mucho que fuera una historia de amor. También estaba bien escrito, aunque no sólo había cambiado de tema en éste, había cambiado la forma, las palabras no eran las mismas, había mucha sensibilidad y profundidad. Con el tercero pasaba igual, cambiaba de tema y de estilo con una maestría de genio de la literatura. Me había equivocado completamente con Julio González, no era un escritor, era un gran escritor. Estaba delante de unos relatos escritos por alguien que algún día sería grande, conocido por todo el mundo, un escritor de escritores. Rápidamente me senté en el ordenador y le escribí en el foro pidiéndole una segunda cita. No quería que por mis palabras se viera mucho entusiasmo, pero realmente estaba muy entusiasmado. Había olvidado por completo lo maleducado que había sido conmigo y fui contado las horas que me quedaban para reunirme con él. Quería decirle lo mucho que me habían gustado los relatos, animarlo para, no sé, que escribiera una novela: yo ya era un gran fan de su obra y quería que culminara en una gran historia, quería vivir el éxito a su lado, y luego decir que ya había leído sus relatos cuando todavía no era famoso. Tuvo algo negativo para mí. Yo quise dejar de escribir en ese momento. Quién era yo. Nadie, comparado con Julio. No tenía derecho a escribir habiendo gente como él, que intentaba ser conocido, que intentaba escribir para que el mundo lo leyera. A nadie le interesaban mis textos. Mis amigos ya estaban empezando a cansarse de que cada dos semanas yo les enviara un relato y ellos lo leyeran, por obligación, y luego me dijeran que estaba bien, que siguiera escribiendo, que pronto me convertiría en un gran escritor. Todo mentira. Julio me había demostrado que todo era mentira, que yo no era el hombre que quería ser, con sus bruscas palabras y sin ni si quiera haber leído mis textos, me había demostrado que era la única persona sincera que habitaba mi vida.
Quedamos de nuevo en el Diurno. Volvía a ir de negro, diría que era la misma ropa que una semana atrás. Nos sentamos y me volvió a sonreír cuando me estrechó la mano. Ahora fui yo quién empezó a hablar.

- Tenía muchas ganas de volver a verte.
- Imagino que te han gustado los relatos, sino no me hubieras llamado.
- Me han gustado mucho Julio. Creo que tienes un don. Un don para contar historias, para provocar emociones, no sé, creo que eres muy buen escritor. No sé. Me he emocionado mucho leyendo tus relatos. Haces magia con las palabras.

Julio empezó a reírse, como si todo lo que había dicho fuera una broma, o un chiste que yo no sabía que había contado. Empecé a estar incómodo, a sentir vergüenza de mí mismo por lo que acababa de decir.

- Los relatos no son míos Carlitos. Aunque me alegra que te hayan gustado, eso quiere decir que no te has dado cuenta de nada.
- No sé de qué me estás hablando. ¿Darme cuenta de qué?
- Los relatos son muy buenos, yo mismo los he leído cientos de veces. Pero no los he escrito yo. Sólo los uso. He ganado más de quince mil euros en concurso de relatos con ellos. Pero nunca me puse delante del ordenador para escribirlos, sólo los cogí prestados. No he escrito ni una frase coherente en mi vida y mucho menos una historia, yo no he nacido para eso.
- Y de quién son, si se pude saber.
- No creo que conozcas a los autores. Yo apenas los conozco. Pero todo tiene su explicación Carlitos. Te la contaré, si quieres escucharme, aunque deduzco por tu cara que no te interesa demasiado.
- Al contrario, cada vez estoy más interesado
- Hace tres años acabé la carrera de traducción. Yo ya hablaba inglés, y me especialicé en alemán, francés y en japonés, aunque te parezca raro. Yo creí que pronto encontraría un buen trabajo, pero no fue así. Lo único que encontraba eran puestos de recepcionista de hotel, y la verdad, no tenía pensado pasar mi vida traduciendo a guiris de vacaciones por España. Tampoco tenía mucho donde elegir, así que estuve dando vueltas por media España de hotel en hotel. No era el peor trabajo del mundo, conocía a gente, estaba bien pagado, follaba todo lo que quería, y lo único que tenía que hacer era dar guías de viajes y ayudar con absurdos problemas a algún guiri mal informado. Pero todo se acaba. Tuve un problema en un hotel de la costa y decidí volver a Madrid y encontrar algún trabajo de intérprete, aunque no sabía muy bien por donde empezar. Tampoco es que quisiera trabajar en Naciones Unidas, yo tengo mis limitaciones, pero excepto algún congreso extranjero, no tuve mucho curro. Cuando estaba a punto de dejarlo todo y no sé, ponerme a trabajar en un bar, o donde fuera, hubo un congreso de escritores europeos, y allí conocí a Román Silva. Román había trabajado durante veinte años para el grupo planeta como editor, pero decidió montar su propia empresa. Conectamos rápidamente y en menos de un mes estaba trabajando para él. Román ya tenía un gran número de escritores extranjeros que quería publicar en España, así que nos pusimos manos a la obra. Yo traducía y corregía novelas que al poco tiempo eran publicadas. Nuestra editorial se llamaba Limassol, y aunque en un principio nos costó arrancar, nos hicimos con muchos lectores en poco tiempo. Cada vez más autores querían que publicáramos sus trabajos en España. Así que empezamos a abrir mercado y a publicar otro tipo de literatura: infantil, ensayo, y claro, relatos. Como el negocio iba tan bien y ganábamos tanto dinero, tuve valor y me compré un piso a las afueras, un coche e hice algún que otro regalo. Pero algo empezó a fallar. Las ventas bajaron y las obras sin publicar empezaban a amontonarse en las estanterías. No había dinero, y Román empezó a dejar de pagarme, decía que sería sólo por unos meses, y que luego me recompensaría. Yo seguía trabajando sin sueldo, y Román intentaba darle un giro a la editorial. Con el poco dinero que ganábamos hicimos un anuncio de televisión, que terminó por arruinarnos. Román había dejado de pagar a la imprenta y también a los distribuidores y hacienda, como era de esperar, le embargó la empresa. Retuvieron los originales y todo se fue a la mierda. Al igual que le pasó a Román yo también temía que el banco me embargara el piso por impago. Estaba muy jodido, Carlos, muy jodido, y sin nada, que era lo peor. No podía pedir explicaciones, y denunciar a Román no me parecía la mejor salida para salir de mis problemas. Justo el día que tenía pensado llamar a mis padres para que me pudieran prestar dinero mientras yo buscaba otro trabajo con el que poder seguir pagando el piso, recibí una llamada de Román. Me pidió disculpas y fue él quién me dio la idea de lo de los relatos. Por qué no los presentas, me dijo, sólo tienes que cambiarles el nombre, así puedes seguir tirando, nadie conoce esos relatos en España, y no creo que haya mucha gente que sepa japonés y además, sería mucha casualidad que esté en un jurado. Yo tenía las traducciones de todas las novelas y de los relatos en mi ordenador. Lo único que tenía que hacer sería imprimirlos y mandarlos con mi nombre en lugar de los del autor original. Si te digo la verdad, no me lo pensé mucho, aunque las primeras veces estaba acojonado, creyendo que me iban a pillar. Pero nunca pasó. Ganaba y ganaba concursos y lo único que tenía que hacer era ir a recoger un cheque y luego pagarle algo a hacienda por el premio. Los organizadores quedaban contentísimos con los relatos, se quedaban con los derechos de publicación, y a mí me iban pagando las facturas. No sabes lo fácil que era. Pero te cansas de todo, hasta de ganar concursos de relatos. Así que ahora quiero más. Por eso te llamé. Voy a dejar de enviar relatos. Todavía conservo algunas novelas traducidas y voy a presentarme a un concurso nacional de novelas, uno de los de sesenta mil euros. Si me pillan, mala suerte, pero sino, podré vivir de las rentas toda mi vida.
- Y que tengo yo que ver en eso.
- Quiero que tú sigas enviando relatos. Por lo que sé de ti, no tienes mucho dinero. Sólo te hace falta ir arrancando, hacerte más conocido, y creo que te vendría muy bien ganar algún concurso para ir aumentado currículum. Además tú sí eres escritor, y dentro de poco escribirás una novela, y si ya has ganado algún concurso importante, te será más fácil que la publiquen, no crees.
- Yo no puedo hacer eso. Y te equivocas, yo no soy escritor.
- ¿Por qué? No sabes lo fácil que es Carlitos. Además, no le vas a hacer daño a nadie. Te lo garantizo. Todo el mundo queda encantado.
- Te lo vuelvo a repetir, yo no sé hacer eso. Puede que no sea escritor, que no valga para escribir, pero esa no es la mejor solución.
- No te entiendo.
- Yo no podría enfrentarme a eso. No soy como tú. No podría ir a recoger un premio si yo no he escrito el relato. Que me felicitaran por algo que no es mío, y que nunca lo será. Mis relatos no son tan buenos, pero son míos. Eso es lo único que tengo y no voy a perderlo.
- Creí que eras diferente.
- Creíste mal.

Salí del Diurno con la seguridad de no volver más a Julio González. Con la certeza de haber hecho lo que tenía que hacer. Lamentándome y sintiéndome avergonzado de mí mismo por haber creído que Julio era un gran escritor, por haber pensado en dejar de escribir por alguien que era un farsante, un mentiroso, un sabelotodo .Me fui a casa. Todavía llevaba los relatos en mi cartera y los saqué rápidamente, ahora eran algo que me quemaba, de lo que me quería deshacer rápidamente para volver a sentirme otra vez yo. Los tiré al cubo de basura de la cocina, y me fui al despacho. Encendí el ordenador y me puse a escribir de nuevo. No tenía nada que escribir, pero no me importaba. La conversación con Julio me había devuelto unas esperanzas en mí que creía desaparecidas. Tenía que empezar, lo que fuera, ya lo desecharía luego, pero la historia debería fluir, rápidamente, tenía que buscarla en mi cabeza, porque tenía la convicción de que se encontraba allí, escondida dentro de mi memoria, agazapada como una serpiente que espera con paciencia a que llegue su víctima para devorarla. Ya tenía el principio, la primera e imprescindible frase: “Todos la culpaban de su muerte”. Pero los relatos todavía rondaban mi cabeza. Podría sen tan fácil, pensé. Y sí yo fuera como Julio. Me levanté y fui a cocina. Abrí el cubo y saqué todos los relatos. Bajé a la calle y los tiré al contenedor. Luego volví a casa y seguí escribiendo la historia de la que no tenía historia. La protagonista era una mujer, de unos treinta años, soltera. Su nombre es Beatriz, y vive con su padre y con sus tres hermanos en una gran casa a las afuera de un pueblo. La familia es adinerada y la madre murió cuando ella nació. Ella se ha ocupado de todas las tareas familiares. Cuida de su padre y de sus hermanos, mucho mayores que ella, y ninguno de ellos se ha casado. Los cuatro la absorben, la hacen trabajar de sol a sol, ocuparse de todos los asuntos y han conseguido hacerle un mundo irreal del que nunca ha salido. Su casa es su mundo, y no hay nada más. Puede que los relatos aún estén en el contenedor de basura, es temprano y los basureros no habrán pasado. Y si de verdad estoy equivocado y Julio lleva algo de razón. Sí escribo la novela, tendré que publicarla y no estaría mal tener un empujón con el que empezar. Bajé a la calle y recogí los relatos dentro de la basura. Se habían machando de restos de comida y de grasa, pero no importaba, podría volver a escribirlos, la letra era legible. Pero yo no soy Julio, así que los rompí, rasgué, destrocé cada una de las hojas de los relatos y las volví a tirar a la basura. Ya no había vuelta atrás. El camión de la basura había cruzado la esquina y había llegado al contenedor. Dos basureros con un traje de color amarillo se bajaron del camión y echaron el cubo dentro de la trituradora. Sí había alguna esperanza de que enviara los relatos se había acabado. Subí a casa y continué escribiendo. Los hermanos de ella son abogados y tienen un bufete en las cuadras de la casa, acondicionado para poder realizar el trabajo. Ella trabaja como secretaria, más bien como telefonista, ya que nunca recibe las visitas; por deseo expreso de sus hermanos que quieren mantenerla alejada del mundo. Pero las voces también son partes del mundo. Recibe una llamada de un antiguo compañero de su hermano mayor. Es un chico de unos treinta y cinco años, que quiere divorciarse y que los trámites se los realice su hermano. Como vive fuera, se quedará en la casa varios días, aprovechando que hace mucho tiempo que no se ven. El padre quiere impedir que alguien duerma en casa, pero tratándose de un amigo, los hermanos interceden y finalmente el chico se queda a dormir. Durante los días que el chico permanece en casa, Beatriz está encerrada en su dormitorio, y sus hermanos le suben comida. Como no hay cuarto de baño, tiene que hacer sus necesidades en una escupidera. Nadie puede saber que ella está viviendo allí. Pero el chico decide dar un paseo por la casa. El padre duerme y los tres hijos han ido a trabajar. Le han dicho que no puede subir a la segunda planta, pero todo resulta raro y hace caso omiso de las advertencias. Descubre a Beatriz, pero no se sorprende mucho. Habla con ella, pero todo parece normal. Le explica que es su hermana y luego el chico, cuando los hermanos vuelven les dice que ha conocido a Beatriz. La casa rebosa normalidad, así que no hay motivo para alarmarse. Beatriz sale de su cuarto y trata al chico como a otro de los hermanos. Le prepara la comida, le hace la cama, le guarda el abrigo cuando llega de la calle. Nadie espera que el chico se enamore de Beatriz y le pida que se case con él. Beatriz no sabe qué es el amor, pero acepta casarse con él. Los dos se fugan juntos y abandonan al padre y a los hermanos. El padre jura que no verá a su hija nunca más, que ya está muerta para él. Los hermanos hacen lo mismo. Beatriz vive los mejores años de su vida junto al chico, de ahí el título del libro, “Los años prestados”. Recorren medio mundo y pronto ella se queda embarazada. Tiene un hijo al que deciden llamarlo Alberto. Les alegra la vida. Les llena de ilusión. Ella vuelve a quedarse embarazada. No hay noticias del padre ni de los hermanos, aunque ella puntualmente les escribe y les envía fotos del niño. El chico tiene que ir de viajes de negocios y como siempre, se lleva a Beatriz y el al niño. Pero desafortunadamente un camión se cruza en su camino y tienen un accidente. El chico muere y el niño también, pero Beatriz sigue viviendo, no ha perdido al futuro hijo. Sin embargo no tiene nada. El chico no tenía mucho dinero y a ella no le ha quedado más que la pensión de viudedad. La casa donde vivían está todavía sin pagar, y Beatriz no se ve con fuerzas para ponerse a trabajar y poder seguir pagándola. Decide volver. Sabe que su padre la echará de casa, pero ella ya no es la misma de antes, ahora ha aprendido a defenderse, a saber lo que es suyo y a poder decidir qué es lo que quiere. Cuando vuelve todo ha cambiado. El bufete de sus hermanos ha cerrado y la casa se encuentra en un estado lamentable. Sus ocupantes también. El padre y los hermanos de Beatriz viven en un estercolero perpetuo. Todo es suciedad dentro de la casa. No hay comida de verdad por ningún sitio y la vejez del padre le ha provocado demencia senil. El padre la confunde con su mujer, creyéndola embarazada de ella misma. Los hermanos no dicen nada. Si ella quiere volver, que vuelva, es su casa, pero no va a contar con su bendición. Beatriz vuelve a dar a luz, tiene un a niña, pero desgraciadamente, al igual que su madre, ella también muere en el parto, o no muere, no lo sé. Aquí acaba lo que tengo de la novela. Sin final, escribo durante seis meses. No sé cómo acabar la novela. Se me ocurren varios finales, pero no sé escribirlos. Si ella muere, los hermanos acabarán cuidando de la hija, pero no sé cómo lo harán. Se vengan de ella maltratándola por lo que ha hecho su madre, haciendo de ella una nueva Beatriz, o la crían y la cuidan para poder librarse de la culpa que les ha provocado la muerte de la madre, y haciéndolo bien con la niña. Y si no muere, si Beatriz vive, y cría a su hija, puede que, un buen final, fuera que ella termine haciendo de sus hermanos algo diferente de lo que son, cambiándoles y aceptándola, convirtiéndolos en algo que en realidad no son, o puede que todo siga mal y que vuelvan al pasado donde todo era desgracia para ella, y ahora también para su hija. No sabía qué hacer.
Estuve dando vueltas al final durante casi dos meses, añadiéndole los seis en los que había conseguido escribir ciento cincuenta páginas que no valían para nada. Empecé a enseñar lo que tenía de la novela, a mis amigos lectores de cabecera y también a mi mujer, pero ya conocía la respuesta: está muy bien, eres un gran escritor, sigue así, verás como consigues que te la publiquen. Pensé que sería bueno, antes de buscar un editor, que alguien imparcial me diera su opinión. No tenía dinero para pagarle a nadie, así que recurrí a un amigo de la carrera: Juan Gil. Él era un gran lector. Por el tiempo que compartimos cuando estuvimos estudiando, me demostró que tenía un gusto exquisito, y que además no se cortaba a la hora de dar una opinión. Lo llamé a su casa. Hacía año y medio que se había mudado a Madrid y no habíamos tenido ocasión de vernos, aunque él había insistido en que algún día teníamos que quedar para cenar, acompañados de nuestras respectivas esposas. No lo habíamos hecho. Le sorprendió mucho mi llamada, y me gustó que su voz sonara igual que cuando teníamos contacto, cercano y amigable como siempre había sido conmigo. Le conté por teléfono mi deseo de que leyera mi novela y que me diera una opinión antes de que nos viéramos. Así que se la mandé por correo electrónico y en una semana me devolvió él la llamada para que pudiéramos hablar en su casa. Esa misma noche me presenté en su casa, a las afueras de Madrid. Estaba claro que a Juan la vida le había tratado mejor que a mí. Su casa no era una casa, era una mansión. Tenía un gran jardín a la entrada y una piscina de grandes dimensiones. No hizo falta llamar al telefonillo de la entrada. Juan ya me estaba esperando en las grandes escaleras que daban entrada a la casa, con una sonrisa maliciosa en la cara y con unas canas en el cabello que le hacían parecer más interesante de lo que en realidad era. No había cambiado mucho, seguía siendo el mismo hombre grande, aunque ahora el gimnasio le había proporcionado unos brazos musculosos y una apariencia de boxeador. Llevaba un pantalón de chándal y una camiseta sin mangas, como si acabara de bajar del gimnasio, que seguramente tendría en cualquier habitación de la casa.

- Don Carlos Collado Marín, qué alegría volver a verlo.
- Ya veo que la vida no te ha tratado mal
- No me puedo quejar. Pero pasa, no te quedes ahí. Tienes que contarme muchas cosas.
- Espero que tú también me cuentes a mí algo.
- Claro que sí.

Entramos en la casa y nos sentamos en el salón. Me puso una copa de güisqui con agua y él se sirvió una Coca-Cola Light. Me contó que había montado un bufete de abogados en Gran Vía. Me molestó que no me ofreciera un trabajo, pero de todas maneras creo que no lo hubiera aceptado, aunque necesitaba el dinero más que nunca. Me habló de su mujer y de su hija, y de cómo la vida le había cambiado en menos de un año y medio. Yo le hablé también de mi mujer. De cómo me había cambiado también la vida, de mis conflictos con mi hermana (de los que hablaré luego), y hablé de Julio González, y de los relatos y de su intención de ganar un premio de novela.

- Y no piensas denunciarlo.- Dijo Juan como si fuera algo que ya debería haber hecho.
- Pues no lo había pensado, la verdad. Pero no sé si serviría para mucho. No conozco los concursos que ha ganado y mucho menos sé las obras que ha presentado. A lo mejor se lo inventó todo, no lo sé. Sólo hablé con él dos veces y la verdad, no sé qué conclusión sacar.
- Yo creo que deberías denunciar. Yo podría llevar el caso.
- No sé qué ganaría yo denunciándolo, la verdad.
- La satisfacción de haber desenmascarado a un mentiroso.
- Puede ser.
- Si no lo haces tú, lo haré yo. No ahora, pero imagino que si gana el concurso de novela aparecerá en los medios.
- No sé si me dio su verdadero nombre. Puede que no. No creo que todo el mundo vaya diciendo por ahí que se dedica a plagiar a escritores.
- Sí. En eso llevas razón. – Juan me miraba como si yo estuviera equivocado de todo, como si fuera un estúpido al que le habían tomado el pelo y todavía no se había dado cuenta de lo estúpido que era.- Imagino que querrás hablar de tu novela, no.
- Pues sí. Sería muy importante para mí que me dijeras qué te ha parecido.
- Me ha gustado mucho. Ya la tienes. Si te digo la verdad, no sé para qué necesitabas mi opinión.
- En realidad, no sé. Quería que me dieras alguna idea para el final. Ando un poco perdido.
- ¿Qué final? El final está perfecto, ni se te ocurra tocarlo.
- Pero qué dices Juan. El final está incompleto, faltan al menos cincuenta páginas para que la novela esté acabada.
- ¡Ay Carlos!, tú y tu manía de darle todo masticado a la gente. La novela se ha acabado. Ella acaba en casa de nuevo, con un hijo en sus entrañas, y el lector debe imaginarse lo demás. Tú lo que tienes que contar ya lo has contado. Déjalo estar, de verdad. La novela funciona bien, hazme caso.

Puede que llevara razón, pero yo en ese momento estaba convencido de que le faltaba un final. También tenía el problema de que no sabía dárselo, así que empecé a mover la novela por algunas editoriales independientes de Madrid. Para mi sorpresa no fue un gran problema, en menos de un mes, una joven editora me estaba llamando para decirme que le había gustado la novela, y que quería publicarla. Me dijo que en menos de tres meses la novela estaría en la calle, y que en dos podría ya tener un ejemplar encuadernado. Por su puesto tuve que hacer correcciones, pero no puso impedimentos, ni quejas, ni peros con respecto al final. Parece que Juan llevaba razón y la novela funcionaba sin el final que a mí me faltaba. En dos meses ya había una tirada de cincuenta ejemplares, de los cuales yo me quedé con diez y la editorial que se quedó con cuarenta para repartirlos entre críticos y prensa. La mayoría de los ejemplares los repartí, y uno de ellos fue a parar a manos de mi hermana María. Yo ya había pensado hace tiempo en mandarle un ejemplar cuando salieran, para así, poder volver a tener un contacto que habíamos perdido, ésta última vez por mi culpa. María vivía con mi padre en el pueblo, en una casa a las afueras. Éramos sólo dos hermanos y desde siempre habíamos estado muy unidos, sobre todo por la prematura muerte de mi madre. Los dos cuidábamos de mi padre y nos turnamos a la hora de poder salir de casa a estudiar fuera. Ella salió primero y yo esperé a que acabara para poderme ir también. No lo hacíamos mal juntos, y tampoco hacía falta que ninguno de los dos trabajara, ya que mi padre poseía una gran cantidad de olivos que nos permitían vivir con un limitado lujo. Nos unía el gusto por los libros, la pasión por el cine, y el fanatismo por la música. Pero María conoció a un chico del pueblo y decidió casarse, con el consiguiente abandono de la casa, dejándome a mí al cuidado de mi padre. Nunca se lo perdoné, pero el azar, o el destino, o la casualidad, hizo que mi hermana regresara después de un traumático divorcio. Yo ya no quería vivir con ella, me había traicionado, defraudado, sentenciado a una vida de cuidados perpetuos con mi padre. Decidí marcharme y pagarle con la misma moneda. Me casé y me vine a vivir a Madrid. Nunca supe más de ella hasta que me llamó para hablarme de la novela. Me dijo que era urgente verme antes de que se publicara y que vendría a Madrid para hablar conmigo. Yo estaba seguro de lo que iba a decirme. Conocía a mi hermana, sabía qué pensaba en cada momento y ella lo sabía también de mí. Por fin alguien me iba a decir que mi novela fallaba en el final, pero no fue así. Cuando María llegó a la estación de Atocha, yo fui a recogerla. Estaba igual que la última vez, más guapa incluso. Parecía que con su aspecto quería decirme que no le había hecho mella mi abandono y que se las sabía arreglar perfectamente. María es alta, con un aspecto frágil e inseguro que no se corresponde con su verdadera personalidad. Lo primero que hice después de darle dos besos fue preguntarle por mi padre. Me dijo que lo había dejado al cuidado de una enfermera, que no se veía con fuerzas para cuidarlo y que la contrató hace ya dos años. Nos fuimos de la estación y la invité a cenar en un restaurante pequeño y escondido cerca de la estación. No se anduvo por las ramas y me empezó a hablar de la novela.

- No puedes publicarla Carlos. Será mejor que vayas hablando con tu editor, o con quién quiera que sea que te vaya a publicar la novela.
- ¿Por qué? No es tan mala, no.- dije yo en un tono de guasa que no le sentó muy bien.
- La novela está bien Carlos, pero no es eso. La historia no es tuya.
- ¿Cómo que la historia no es mía?, y entonces de quién es.
- No estoy de broma Carlos. Cómo es posible que no te hayas dado cuenta.
- Darme cuenta de qué. Mira, María, he echado muchas horas escribiendo para que ahora tú me vengas a decir que la historia no es mía.
- Ya veo que no te has dado cuenta de nada. Carlos, en la novela has contado mi vida. Cómo es posible que no te hayas dado cuenta.
- Eso no es verdad.
- Sí que lo es. No es todo igual, lo admito, pero hay partes idénticas a cosas que me han pasado. La muerte de mamá, mi huída con Sergio, el que te quedaras tú sólo cuidando de papá. Son cosas que aparecen en la novela. No son iguales, y sin embargo los conflictos son los mismos. Tienes que detener la publicación Carlos. Ya sé que no nos debemos nada y que tienes todo el derecho a publicar lo que te dé la gana, que hay partes de historia que se te han ocurrido a ti. Pero no podría vivir sabiendo que miles de personas van a conocer mi vida. No puedo Carlos. Tampoco te puedo obligar y no sé si esto es denunciable o no. Sólo te pido que lo hagas por mí. Me lo debes, o al menos, me lo debe el Carlos con el que compartí mi infancia.

María llevaba razón en todo. En que la historia no era mía, en que no me había dado cuenta al contarla de que estaba hablando de ella, y en que debería parar su publicación. Inconcientemente había buscado en mi memoria una historia ajena que contar. Sin embargo, yo la sentía como mía, la había llevado a mi terreno, la había contado con mis palabras y había logrado emocionar a las pocas personas que la habían leído(el pasado, la memoria, los finales). Y si la novela se publicaba; mi hermana ya no me hablaba, y no creo que nadie se diera cuenta de que estaba hablando de ella, puede que su ex-marido, pero a quién le importaba. Pero sabía que no podía publicar. Si publicaba la novela me convertiría en Julio González, me convertiría en un mentiroso, en un plagiador al igual que él, en todo lo que yo odiaba. Llamé a mi editora para hablarle del problema. Hablé con firmeza y seguridad, pero no le importó. Estuvo un buen rato convenciéndome de que eso pasaba con muchos escritores, que cogían historias ajenas y las hacían suyas, lo único que hacían era cambiar los nombres, y a veces ni eso. No pudo convencerme, yo me sentía culpable, avergonzado, me sentía un mentiroso. Por un momento había creído convencerla, pero no fue así. Empezó a hablar como una empresaria y me dijo que ya había firmado un contrato y que los libros estaban a punto de salir de la imprenta. No había marcha atrás, la novela saldría a la calle en una semana y lo único que yo podría hacer sería comprar la primera edición completa. Pero eso era imposible: yo no tenía dinero. Decidí hablar con mi hermana y contarle la situación, pero ella se adelantó a mi llamada. Cuando llegué a casa había tres mensajes suyos en el contestador. Los tres decían básicamente lo mismo: tienes que venir rápidamente a casa, papá se está muriendo. Y tuve que volver, a encontrarme con mi padre y verle la cara, tocarlo y besarlo por última vez. Tuve que volver, para explicar a mi hermana que su historia sería conocida por todo el mundo y que yo era el culpable, el mentiroso, el plagiador de su historia, de su vida que ella quería ocultar y que no fui capaz de darme cuenta a tiempo. Tuve que volver, a mi casa, a la casa donde compartí mi vida con mi hermana y que ahora se había convertido en el único sitio donde no quería estar. Dejé a mi mujer en Madrid. No le conté nada de lo que había ocurrido, y le oculté la situación de mi padre, aunque sabía que nunca me lo perdonaría. Cogí el coche y estuve conduciendo tres horas. Al llegar al pueblo lo único que sentí es que había perdido, que la promesa de no volver se había roto y que mis principios se habían quedado en Madrid. María me abrió la puerta y me ayudó con la única maleta que llevaba. Me subió a ver a mi padre y me dejó solo con él. Yo sé que no estaría orgulloso de lo que había hecho: lo sentí nada más verlo, pero no había vuelta atrás aunque me doliera. Lo besé en la frente y bajé a tomar un café a la cocina. Mi hermana estaba allí, sentada en una gran mesa de madera y jugando con un terrón de azúcar que de vez en cuando chupaba con la lengua. Parecía que no había pasado nada, como si el tiempo se hubiera detenido y el pasado fuera sólo una presencia que hace falta esforzarse para recodar. Me miró a los ojos y me dijo que me sentara. Yo tenía que contarle mi conversación con la editora, pero no sabía cómo. La confianza que en otro tiempo tuvimos hacía mucho más difícil la situación, y la promesa nunca dicha de no hacernos daño, se empezaba a romper.

- ¿Qué has conseguido?- Dijo mi hermana jugueteando todavía con el terrón de azúcar.
- No he conseguido nada María. Nada. Lo siento, pero mi editora me ha dicho que la novela va a publicarse. Créeme que lo he intentado, pero no he podido parar la edición.
- Lo imaginaba. Es extraño como una persona puede intentar esconder un secreto, y al final todo el mundo acaba sabiéndolo.
- Yo no quería hacer eso.
- Lo sé Carlos, lo sé. Pero lo has hecho.
- Sí. Lo he hecho.
- Ya que parece que todo el mundo conocerá parte de la historia, quiero contártela completa.
- No hace falta.
- Quiero contártela. Necesito hacerlo Carlos, sino nunca entenderás porque te he pedido que no publicaras. Tampoco hay mucho más de lo que ya sabes. Me casé con Juanjo, tú en la novela lo llamas Sergio. La vida con él no fue tan idílica como tú la planteas. Juanjo no me hizo sufrir, no conscientemente. Me trataba bien y me quería, y en cierto modo yo también lo quise a él, aunque nunca estuve enamorada. Pasé los años siendo la mujer del médico, la que todo el mundo pensaba que estaba medio loca porque escribía y le gustaban películas que nadie más entendía. Lo llevaba bien, hasta me gustaba ser diferente, cuando no lo era. Pero llegó un momento en que me sentí así. Diferente. Juanjo me había conocido aquí, y se había enamorado de una mujer con sueños, pequeños, pero eran míos. Poco a poco los perdí todos, y lo peor es que Juanjo también me empezó a tratar como todos sus amigos. Estaba equivocada, y lo creí, lo creí de verdad. Nadie tenía nada en común conmigo, así que, bueno, digamos que me rendí, y empecé a ser como la mayoría. Fue el peor error de mi vida. Empecé a notar a Juanjo distante, apenas hacíamos el amor y lo único que me repetía a cada momento era que quería tener un hijo. Yo se lo quería dar, pero no me quedaba embarazada. Y la frustración empezó a hacer mella en mí. Por casualidad, imagino que estas cosas se descubren así, descubrí que Juanjo tenía una amante. Pero no me importó, no me importó que Juanjo saliera cada noche y volviera luego para acostarse conmigo. Mi obsesión por quedarme embarazada crecía cada vez más y más, y convencí a Juanjo para empezar con unas técnicas de reproducción asistida. Me aferré a la idea de tener un hijo para volver a recuperarlo, porque creí que él me estaba engañando por no poder darle un hijo. Mi única ilusión, obsesión, objetivo en la vida era ser madre, todo lo demás no importaba. Y Juanjo cada día viajaba más, cada día nos veíamos menos y decidí, casi sin pensarlo, sin apenas darme cuenta, no salir de casa nunca más. Ahora lo puedo ver con perspectiva, pero sin buscar culpables, los dos lo éramos. Estaba anulada como persona, no tenía personalidad, había perdido mi voz, mis palabras para hablarle al mundo se habían desvanecido con la misma rapidez con que se desvanecían las ilusiones por tener ese hijo que tanto queríamos. Pero la mentira hay veces que sale a la luz, y Juanjo se descubrió solo, sin mi ayuda. Lo encontré besándose en un centro comercial con la mujer que me estaba engañando. Lo más increíble es que no hizo nada por arreglarlo. Vino, me dio dos besos, y me preguntó cómo estaba. No supe reaccionar, me quedé plantada allí, mirándole a los ojos, creyendo que si me abandonaba me moriría. Pero no fue así. Aún sigo viva, aunque fue él quien pidió el divorcio y quien me hizo abandonar la casa. Por eso volví. No tenía fuerzas para empezar una nueva vida, y el recuerdo del pasado me empujaba a volver de nuevo. Papá no estaba enfermo todavía y pensé que tú podrías perdonarme. Hasta aquí todo lo que conoces, excepto un detalle. Me sorprendió encontrarlo en tu novela, pero yo no te había contado nada. Cuando yo llegué aquí, al igual que la protagonista de tu novela, también estaba embarazada. Por fin había dado resultados el tratamiento de fertilidad. Pero yo ya no quería tener un hijo. No quería tener nada con Juanjo, ni con el pasado, quería borrarlo todo, olvidar, Carlos, olvidar, puedes entenderme, quería borrar mi vida, mis años prestados, como tu llamas a la novela, no habían sido felices y si tenía el niño tendría que estar viéndome a mí misma como fui. Por eso aborté. Fue la única decisión racional que tomé en el estado mental que me encontraba cuando llegué de nuevo. Puede que por eso me doliera tanto que escribieras sobre mí. He intentado borrar todo y ahora tú vienes y vuelves a recordármelo, a recordarme lo que fui, y lo que no quiero volver a ser.

Las escaleras que conducían a la segunda planta de la casa empezaron a tronar, como si un elefante estuviera bajándolas asustado por algo que hubiera visto. Llegó a la cocina la enfermera que cuidaba a mi padre, con lágrimas en los ojos y la voz temblorosa. Se acercó a nosotros y nos dijo que mi padre acababa de morir. Todo fue muy rápido en los días siguientes: el velatorio y entierro de mi padre; la lectura de la herencia; las misas funerales a las que acudíamos mi hermana y yo. Por desgracia, en la herencia no había dinero en metálico y era demasiado rápido vender algunas de las fanegas de olivos que mi padre nos había dejado. Así que fui al banco y pedí un préstamo presentando como aval parte de la herencia. Volví a Madrid y aunque mi editora me intentó convencer, e incluso me amenazó con que nadie más se atrevería a editarme ningún libro, compré la edición completa de mi primera novela. Alquilé un camión y en dos días me los trajeron a casa de mi padre. Metí los cinco mil libros en la cochera, a la espera de saber qué iba a hacer con ellos. Ese mismo día se falló un premio de literatura, uno valorado en sesenta mil euros. El ganador fue: me guardaré su nombre. Un joven escritor madrileño que todos auguraban una maravillosa carrera literaria. Tenía el pelo corto, iba vestido de negro, y sonreía igual que Julio González. Me había engañado con su nombre, pero no había conseguido engañarme con su talento.

La relación con mi hermana empezó a mejorar, aunque ahora era yo quién estaba enfadado con ella, y por un momento pensé que había sido una estupidez comprar los libros, ahora no creo eso. Había perdido mi oportunidad de publicar, pero tenía dinero para volver a Madrid y empezar de nuevo a escribir sin tener que depender de mi mujer.

Volví a la cochera a ver los libros. Estaba todo oscuro, y encendí la luz para poder verlos. Habían perdido todo su sentido, reposando, uno encima de otro, con sus portadas amarillas y mi nombre y el título en la solapa. Pensé en tirarlos a la basura, o en romperlos uno por uno como había hecho con los relatos de Julio. Pero eso sería mañana. Hoy los miraría, sentado en el suelo de la cochera y pensado que por un día, o unas semanas, o un mes, quizá por siempre, había sido un escritor.

Amador Aranda Gallardo.

Inquilinas.

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“El tío Julián me dijo un día que el escultor y pintor Alberto Giacometti decía que, a veces, para pintar sólo una cabeza has de renunciar a toda la figura. Para pintar una hoja has de sacrificar todo el paisaje. Al principio, puede parecer que estás limitándote pero luego te das cuenta de que, si captas un centímetro de algo, tienes más probabilidades de percibir cierto sentido del universo que si pretendieras abarcar todo el firmamento. Mi madre no eligió una cabeza ni una hoja. Ella eligió a mi padre y, para preservar cierto sentido, sacrificó el mundo.

Nicole Krauss, “La historia del amor”

Inquilinas

No sabe cómo matarlas. Le encantaría hacerlo: llegar rápidamente a la cocina, (¿dónde se esconden?) preparar su pie, agarrar si es necesario con las manos su pierna para así golpearlas con más fuerza y, una a una, hacer que sientan el dolor que ella está teniendo con su presencia. Dejaría sus cadáveres por el suelo, varios días, para no olvidarlas, para que sus cuerpos muertos sigan reposando sobre las baldosas, viviendo con ella sin vivir, recordándole con cada pata, con cada ojo, con cada cuerpo crujiente y pegajoso, que la han estado asustando desde el día en que él se fue de casa.

No puede hacerlo: ellas ganan la partida. Tendrá que levantarse de la cama, vestirse rápidamente y salir corriendo de casa sin pensar que la están esperando en cada uno de los rincones de la cocina, y que saldrán, sólo en el momento en que ella aparezca, por casualidad, por descuido, cuando le entre hambre y quiera coger algo del frigorífico que desde hace varios meses está vacío de alimentos comestibles: todo ha caducado.

Juanjo recogía la mesa en el mismo momento en que ella se llevaba la última cucharada a la boca. Limpiaba el mantel de las migas de pan y fregaba los platos cuando estaban apilados en el fregadero. Juanjo tenía perfectamente organizada la limpieza de la casa. Los dormitorios y la cocina eran suyos, y a Marta le quedaban los cuartos de baño y la sala de estar. Limpiaba el coche los domingos (siempre Juanjo), y ella compraba en el supermercado, muy cerca de casa. Cocinaban toda la comida de la semana los domingos y después la congelaban para ir consumiéndola a medida que avanzaban los días. Si alguna de estas tareas se rompía, o por alguna casualidad había que posponerlas por una reunión social, familiar, o de negocios, les traerían complicaciones para el resto de la semana. No podía haber fallos.

No puede dejar de pensar en ellas. Sabe que cuando acabe de trabajar, vuelva a casa e intente entrar en la cocina para prepararse la comida aparecerán de repente, sin previo aviso, asustándola y haciéndola correr hacia la puerta de la calle.
Buscará un bar, y almorzará un bocadillo.

Lleva varios meses pensando en mudarse, pero no lo va a hacer. ¿Qué pasaría si se presentara sin avisar?, ¿qué pasaría si él, en mitad de la noche, decidiera volver y viera que ella ya no vive allí, que ha decidido abandonar la casa donde vivieron juntos, donde compartieron los momentos que ahora son imposibles de olvidar?, ¿y si él no encontrara la nueva dirección? Tendrá que quedarse a vivir con ellas, no hay otra solución.

La primera vez que apareció una fue dentro del fregadero; ella no le dio mucha importancia. Tampoco le dio miedo: cogió una servilleta de papel y ella misma la mató con sus manos. Cuando llegó Juanjo, más tarde de lo normal (solía venir a las ocho del trabajo, aquel día llegó a las once) le comentó el suceso, llegando a la conclusión que había que comprar insecticida, y si persistía en el tiempo, llamar a un exterminador de insectos. En los siguientes meses, afortunadamente, el incidente no fue a más.

La segunda vez que aparecieron, Juanjo estaba en viaje de negocios. No hubo una, sino varias, correteando por los azulejos de la cocina y escondiéndose debajo de los muebles. Antes de que se escondieran, Marta pudo matar una con su pie, por casualidad descalzo, y el cual lavó cuidadosamente después del incidente. No le dio miedo, y tampoco le dio asco. Hizo lo que hizo y ya está.
Las demás, las que se habían escondido, pudo eliminarlas con el insecticida que habían comprado: problema resuelto. Juanjo nunca supo nada del incidente.

Los viajes de trabajo de Juanjo se hacían cada vez más frecuentes: Londres, Berlín, París, incluso tuvo que viajar a Nueva York. Cada vez había más, parecía que él las ahuyentaba, porque en cada uno de sus viajes Marta se las encontraba escondidas en todos los rincones de la casa: en los cuartos de baño, en los dormitorios, entre las sábanas y en la bañera, dentro del cesto de la ropa y metidas en los armarios. Toda estaba inundado de ellas y Marta empezó a tener miedo.

Apenas duerme en casa. Juanjo pasa la mayor parte del tiempo trabajando. Viaja, duerme en hoteles, viaja, duerme en hoteles, viaja. No llama mucho a casa. Dos veces en cada viaje. A la llegada, estoy bien, y a la vuelta, llegaré tarde. Ella ya no puede dormir. Las oye por todos lados. La casa huele a insecticida ya que, Marta, compulsivamente lo rocía por todas y cada una de las habitaciones, sin medida, inconsciente de que ése insecticida también puede dañarla a ella. Quiere que mueran todas, pero se resisten. Quiere que Juanjo venga y le ayuda a matarlas, o llamar a un exterminador, quiere que esté con ella, por eso lo llama a todas horas, llorando, pidiendo auxilio para que regrese y puedan pasar el mal trago juntos. Él nunca contesta al teléfono.

Juanjo regresa al fin. Busca en los armarios unas maletas (ya tiene mucha ropa esperándole en el coche), y guarda rápidamente, apenas sin mirar, la vida que ha comprado mientras estaba con ella. Toda la vida en un coche de cinco puertas

Ella se pregunta: ¿hay alguna explicación?, la respuesta es rotunda, inmensa, cargada de significado y desnuda de artificio: NO.

Ha pasado un mes desde que Juanjo decidió abandonarla. No está sola, cada vez hay más visitantes en su casa. La casa rebosa de ellas, el suelo está lleno de ellas; se suben por las paredes, y se cuelgan en las lámparas, caminan por su pelo y por sus brazos, por su cara y por sus piernas, por su sexo y por su boca. Pero no le importa. ¿Por qué el dolor? ¿Por qué nunca lo había sentido antes?¿Por qué si lo ha visto en su madre, en sus amigas, en sus hermanos y hermanas, nunca había podido entender en qué consistía? Está sola en el dolor, y cree que nunca nadie ha sufrido tanto como ella. No hay solución: acabará muriendo rodeada de ellas, entre ellas, con ellas.


Pasa el tiempo y el dolor no desaparece. Tampoco ellas. Sigue sin importarle, incluso, aunque no ha perdido el miedo, ha empezado a convivir con él. Sin querer, sin darse cuenta, inconsciente dentro del miedo, ha acabado acostumbrándose al dolor, acomodándose en él. Ellas son lo único que tiene. Las pisa cada vez que va a la cocina a beber agua, rompiéndolas en pedazos de líquido pegajoso que se adhiere a sus pies. Sabe que nunca se irán, que persistirán allí hasta que por fin muera. Y quiere morir. Y sabe que será pronto. Y sabe que ellas devorarán compulsivamente su cadáver.


Ella se pregunta: ¿acabará el dolor alguna vez? La respuesta es rotunda, inmensa, cargada de significado y desnuda de artificio: SÍ.

Pero no se quiere enfrentar a él, quiere morir. Sabe que, cuando tenga valor, cuando sus ojos puedan mirar al dolor cara a cara y las fuerzas que ahora le flaquean puedan alzarse en una lucha sin enemigos, la batalla acabará con ella como vencedora y Juanjo habrá desaparecido para siempre de sus sentimientos. Por eso se ha dejado perder siempre, sacrificando el mundo que ahora ya no ve. Por eso tiene que sacar fuerzas de donde nunca las hubo, crear una vida donde ella sea su mundo y borrar, eliminar, aniquilar, olvidar el pasado para poder crear un futuro. No será fácil, pero la apuesta en el juego es ella misma. Tiene que empezar a jugar.

Quiere morir y quiere seguir viviendo, así que empezará a jugar. Sabe que el primer paso para seguir viviendo será deshacerse de ellas. No será rápido, pero tiene todo el tiempo del mundo para hacerlo. Juanjo no volverá, pero el dolor, sin darse cuenta, concentrada en el juego, ha empezado a desaparecer. Sólo necesita fuerzas para poder eliminarlas. Si hay que tomar soluciones drásticas, las tomará. Compra en el supermercado bolsas de basura y empieza a llenarlas con ellas, con sus cuerpos vivos. En un principio había pensado quemar el piso, pero es absurdo deshacerse de un problema para crear otro, no mayor, no más importante, simplemente otro. Las bolsas de basura sí que las quema, todas, una a una, a medida que va llenándolas. Las mete en el coche y en un descampado a las afueras de la ciudad las va quemando. No quiere tirarlas al cubo de la basura, quiera verlas morir con sus propios ojos. Algunas escapan del fuego, pero no volverán, de eso está segura. Todavía quedan muchas, escondidas por toda la casa. Su ropa también la quema. No quiere las prendas, cada camisa, cada pantalón, cada falda, está infectada por el olor de ellas. Tampoco quiere los muebles, tiene que tirarlos. La cama, los armarios, el frigorífico y la lavadora, la televisión y la videocámara, las cintas de video, los discos, los libros, las fotos, los recuerdos, todo a la basura. El piso está vacío y lo desinfecta: por cada una de las ranuras de la casa, no puede quedar ninguna viva. Quema su ropa y se queda desnuda. Ya compraré algo nuevo. Ahora sólo queda esperar si su plan ha dado resultado.

El dolor no está, desapareció mientras vivía. Tampoco está la cama. Ni los muebles de la cocina. Ni la televisión. No hay teléfono, y las paredes otra vez vuelven a estar blancas. Todo parece nuevo, como si nunca nadie hubiera habitado el piso. No tiene nada que peder, porque no tiene nada, sólo le queda volver a empezar. Juanjo no ha vuelto, ni ha llamado, ni sabe dónde está. Mira por última vez a la cocina, puede que sigan allí. Por un momento tiene miedo. Tiene miedo que de repente una de ellas vuelva a aparecer, correteando por encima de los azulejos. Pero no hay ninguna. Puede seguir viviendo. Ellas han desaparecido.


Amador Aranda
Ilustraciones: David García-Asenjo Llana