El corazón del escapista.

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El manual del escapista.


El escapista, ya sea un profesional o un simple aficionado, debe librarse del miedo como una prioridad dentro de su trabajo. Para escapar de las cadenas, cuerdas, candados que lo retienen, deberá esforzarse en desaparecer, “mentalmente”, como si estuviera preso tan sólo con hilos de coser. Deberá también olvidarlo todo: a su familia, a sus amigos, a sus hijos si los tuviera, ya que, el más mínimo sentimiento de culpabilidad ante la escapada, puede hacerle perder los nervios, y jugarle una mala pasada que no desea. No es fácil escapar, algunos de los mejores escapistas fallaron en el momento decisivo, ése en el que al ser libres, estaban más atados que nunca; por eso, será bueno adelantar el momento, sin desvelar el truco a realizar, para que el público asistente al espectáculo se emocione y aplauda con la proeza realizada, eso si, nunca deberá mentir. Un escapista que se precie no debe mentir nunca, no debe hacer trampas dentro de su espectáculo, ya que, al final, las mentiras son descubiertas por el público y hará de él un profesional a olvidar.



EL CORAZÓN DEL ESCAPISTA.
( o relato a trozos o de pequeños relatos.)


Primera escapada.

Como le gustaría poder acostumbrase a su mundo, al que le rodea, y que hace ya demasiado tiempo que se quiere deshacer, despegar, abandonar hacia otro que le resulte menos inhóspito, menos difícil. Como le gustaría poder salir, sin que nadie se dé cuenta, coger las cosas necesarias, hacer las maletas y abandonarlo de una vez por todas, con el ímpetu que tenía antes, cuando era pequeño y las cosas no importaban o carecían de valor, o más bien él no se las daba aunque lo tuvieran. Como le gustaría tener el coraje de decir las cosas que siente, las que guarda bajo llave desde hace ya demasiado tiempo, y que le minan las fuerzas a cada paso, a cada saludo, con cada conversación de la que quiere escapar, de la que le gustaría no formar parte. Como le gustaría ser invisible para poder ser el mismo, sin nadie que le juzgue, que le mire con cara de bicho raro, de persona desequilibrada, extraña, de la que es mejor no acercarse que algo malo siempre te pueden contagiar. Como le gustaría poder decirle que la quiere, que está enamorado de ella desde el primer día que llegó al hospital, con sus ojos casi cerrados, con sus manos siempre trémulas y su pelo a la izquierda y su boca agrietada. Pero sabe que es difícil, sabe que habrá que ser valiente y no callar lo que siempre ha callado. Elegir con cuidado qué hacer y qué no hacer y por qué hacerlo, y para qué. Así que deberá entrar en el hospital con decisión, no como siempre lo hace, con la bata a medio poner y los zapatos desabrochados, con el pelo aún mojado por la ducha de hace quince minutos y las ganas de escapar de todos los días. Deberá tener un día perfecto, donde todo salga bien; llevará consigo varios detalles de los que siempre prescinde: comprará un regalo para ella, un libro de los que lee en los últimos meses, desde que llegó al hospital con una enfermedad desconocida en su cuerpo; llevará una carta, con todo lo que le quiere decir y no puede y sabe que no podrá, pero que ella leerá en cuanto se haya marchado; y llevará dos noticias, una buena y otra mala, de la que ella sólo podrá elegir una, la otra, no tendrá vuelta atrás.


Lunes.

Él siempre entra con prisas en el hospital, precipitadamente, como si las ganas de salir fueran más fuertes que las de entrar. Se coloca la bata de celador y sin saludar a nadie empieza a hacer su ronda diaria por las habitaciones. Cada uno de los enfermos (¿los conoce?) a los que visita cada día, se han convertido en pequeñas satisfacciones, en gratificaciones de esa vida de la que quiere escapar. A medida que va llegando a la habitación 112, él,-cara cansada, ojos dormidos-se va poniendo nervioso, le sudan las manos y flojean las piernas, cada vez más pegadas al suelo, como barras de metal atraídas por imanes. Ella estará allí, esperándolo para dar una vuelta rápida por los pasillos. Sabe que al llegar estará sentada en su cama, leyendo un libro de los que últimamente se ha aficionado tanto, con los pies delcazos, y la bata desabrochada por la espalda, aún atolondrada por las medicinas que se toma nada más levantarse. No habrá miradas, ni caricias, ni besos a escondidas: todo frío y distante para disimular algo a lo que no estaban preparados, o no esperaban pero que ha ocurrido, sin darse cuenta, sin esperar nada de ello. Él la cogerá en brazos, agarrando con fuerza sus piernas para darle seguridad, la subirá en la silla de ruedas y en un tono neutro le preguntará cómo se encuentra hoy. Saldrán de la habitación, con un tímido adiós a la madre y recorrerán la sexta planta en la que se encuentran. El hospital ha terminado(todo acaba siendo así) por convertirse en un sito inhóspito, lleno de miradas y susurros por la espalda, donde todos saben algo y nadie sabe nada, donde todos se conocen y nadie conoce a nadie, donde todos opinan y nadie les deja opinar. Camina tranquilo, despacio, pausado, deteniendo el tiempo, escapando de sí mismo.


La habitación 112.

Todo está tranquilo, en una calma deseada, y el olor y el humo de cigarrillo que desprende su compañero de habitación, ya no le resultan un problema: después de varios días ha terminado acostumbrándose. Su madre no piensa igual; lleva varios días peleándose con el director para que las cambien de habitación. No cree que sea bueno para ella, el aire es irrespirable, sucio, inaguantable. En los meses que lleva en el hospital ha cambiado de compañero infinidad de veces, y por eso ha tomado la decisión de no saber nada de ellos, de no entrometerse en sus asuntos, desconocer porqué están allí, y para cuánto tiempo, ya que siempre es menor que el de ella. También ha decidido no escuchar más a su madre, que la martiriza día y noche con sus charlas; al principio fingía escucharla, tímidamente respondía a sus palabras con un movimiento de cabeza o con alguna palabra susurrada que daba de respuesta a sus interminables historias. Pero ya no lo hace; descubrió, casi sin darse cuenta, que su madre pone menos atención que ella al hablar, que es como una cinta rallada que repite siempre lo mismo.
En los últimos meses, desde que llegó al hospital en un día de calor intenso, se ha aficionado a la lectura. La televisión terminó por aburrirla, y sus compañeros de clase le llevaban los libros que mandaba el profesor, los cuales ella devoraba con absoluta devoción. Primero fueron los clásicos españoles de principios del siglo XX: Unamuno, Baroja, García Lorca, Valle Inclán; luego descubrió a los americanos: Truman Capote, John Dos pasos, William Faulkner al que se aficiono sobremanera, ya que para ella era un gran reto su lectura; finalmente se enamoro de dos autores españoles actuales: Antonio Muñoz Molina y Javier Marías: leía sus novelas, entrevistas, ensayos, cuentos, los seguía por televisión y estaba al tanto, todo lo que se puede estar de un escritor, de su vida privada. Así que la escritura propia no tardó en dar frutos, era algo que llevaba dentro y que necesitaba sacar. Al principio sólo eran poemas, de amor, de desamor, de odio, de miedo a la muerte, de esperanza, pero pronto empezó a escribir relatos :al principio toscos, mal estructurados y de prosa arítmica, aunque sinceros, como les pasa a la mayoría de los escritores primerizos. También empezó a preocuparse por los temas, llegando a la conclusión de que ya estaba casi todo contado, o gran parte al menos. Sus relatos contaban historias sencillas, de víctimas de accidentes de tráfico que se encontraban en hospitales inundados de luz; de ancianos enfermos que recordaban su pasado como una liberación; de hombres atormentados por el suicidio de sus parejas. Poco a poco se dio cuenta que ella no estaba en ningún sitio, que ninguno de los relatos contaba con su presencia: ella era sólo la sombra oculta que los escribía. Y puso remedio: su próximo relato estaría protagonizado en parte por ella, al menos se incluiría en él como personaje, aunque no sabía muy bien qué contar sobre ella misma. Si utilizaba la primera persona en la narración, le sería más fácil hablar de sentimientos, de cómo se sentía en ese hospital y a la gente que había conocido. Pero optó por la tercera persona, que a priori era más impersonal, más irreal, aunque también ésta le permitía salirse de ella misma, verse desde fuera y plasmarlo todo con más realidad. No tardó en saber que él sería su protagonista, el héroe de su historia, y empezó a escribir, sin prisa se puso a buscar un título para el relato, al que después de un tiempo, después de pensarlo mucho llamaría “el corazón del escapista”


La noche.

Hace mucho tiempo que el olor del cuerpo de ella se pegó al suyo. Al principio era sólo un ligero perfume, que le rondaba cada vez que se llevaba la mano a la cara, o que descubría por casualidad en una respiración más fuerte de lo normal. Pero poco a poco se hizo más intenso, eliminado su propio olor corporal, como una colonia conocida de la que es imposible deshacerse, recordándole sus encuentros nocturnos con ella, sus citas privadas a las doce de la noche, cuando todos los familiares se han ido y sólo son testigos los enfermos medio dormidos en sus familiares camas.
La noche los protege de ellos mismos, de sus miradas, de sus caricias, de los quince años de ella y de los cuarenta de él, de sus inseguridades y miedos, de sus pausas sin palabras, de sus latidos acelerados, de sus respiraciones al unísono, de sus perdóname por ser yo, por no haber sido otro que más te quisiera, que más te conviniera, que más se adaptara a ti y pudiera entenderte, hablarte como tú lo necesitas, como yo quiero hacerlo aunque no pueda, aunque no me lo permita, por temor a caer, a resbalarme y acabar con todo, demasiado deprisa, demasiado rápido, más rápido de lo que tú quieres, o ansias, o me pides sin saber yo cómo dártelo, sin saber yo cómo adentrarme en ti sin que te sientas mal, disgustada por la forma, por los modos en que me entrego sin límites, acostumbrado a otros cuerpos que no son el tuyo, que nunca lo serán pero que han estado en mí, en mi cabeza, en mi corazón, en mi interior ausente de ti, pero que ahora habitas, sin sentido ahora gobiernas y llenas de olores hasta ahora desconocidos en mí, desconocidos en ti, que nos recuerdan donde estamos, con quien y para qué y nos cubren en la noche a la espera de una mañana luminosa y pública.



La competición.

Con el tiempo ha aprendido a callar, a no decir las cosas, importantes o no, de las que se siente orgulloso, o incómodo, o le avergüenzan de otra persona, ya sea de un amigo, de una amante, de un conocido al que no quiere perder por ser él mismo y contar lo que siente, lo que le molesta y que sabe que es cierto, aunque se engañe hasta el punto de creerlo como verdad, hasta el punto de ser él el equivocado, el que no lleva razón y nunca la ha llevado en la relación que mantienen, donde las verdades hacen daño, y rompen, o pueden romper todo lo que se tiene, ya sea fuerte y sano, o débil y descuidado. Ha aprendido, sin darse cuenta, sin saber que lo estaba haciendo, a darle valor a las palabras, a saber medirlas y ajustarlas a lo que está pasando, para con ellas no hacer daño, no herir a la otra persona o hacerla sentir incómoda, innecesaria en su vida y en sus deseos de seguir con ella, de estar siempre juntos, de no romper nada de lo que está pasando, aunque no hubieran querido que pasara, aunque no quisieran que ocurriera. Por eso no le ha dicho que la quiere, aunque lo sienta con fuerza y quiera hacerlo, sabe que al final perderá, como una competición absurda en el que el perdedor es el primero que habla, que vocaliza unas palabras que parecen malditas, inapropiadas para ellos aunque no lo sean, unas palabras de perdedor que lo deja todo, que ha caído en la trampa de enamorase primero y perdido deberá luchar para que la otra persona termine cayendo también, poco a poco, en un juego de sentimientos medidos al milímetro y escondidos para no acabar demasiado rápido si uno de los jugadores tiene miedo, o no se encuentra igual, o no siente lo mismo: el mismo amor, el mismo cariño, los mismos te quiero, te necesito, no puedo dejar de pensar en ti ni un solo minuto. Ella no hablará, no lo dirá nunca, por eso se sabe perdedor, aunque jugará con ventaja y hará trampas, se saldrá del camino para decirlo, porque quiere y lo siente, lo dirá aunque no como hay que decirlo: elegirá un sistema nuevo, donde ella no podrá responder y donde él, aunque saldrá como perdedor, tendrá la sensación de haber ganado algo.

La pérdida.

No lo habían hablado, ni pensado nunca, no era algo que tuvieran en mente, o que en cierto modo alguno de los dos pidiera en algún momento de su relación, ni siquiera se lo habían planteado para futuros remotos: nunca se habían visto desde fuera como lo que iban a ser, sin embargo, contra todo pronóstico, Carmen, la mujer de él, se quedó embarazada. Lo primero que hicieron al saber la noticia, antes incluso de avisar a las familias para darle la buena nueva, fue buscarle un nombre: Miguel fue el elegido.
Muy pronto empezaron con los preparativos. Casi sin haber cumplido los dos meses de gestación, Miguel ya tenía un moisés, un carrito de paseo y un pijama con sus patucos a juego: todo de un color neutro, por si acaso era chica, aunque no lo creían. Las visitas al médico se repetían constantemente, ya que Carmen sufría diferentes trastornos, los cuales achacaba al embarazo. El dolor abdominal era constante, y ella lo intentaba sanar frotando su mano derecha siempre por toda la barriga, como si el consuelo de esa mano, hiciera calmar al niño dentro de ella. Él hacía poca cosa, sólo preguntar cómo se encontraba y si quería algo, si tenía algún antojo, a los que acudía como padre responsable. Pero no era fácil calmar el dolor, y por recomendación del médico, no podía tomar medicamentos, ya que podrían hacerle daño al futuro hijo. La barriga de Carmen empezó a crecer de forma desmesurada; era extraño que estando sólo de cuatro meses pudiera tener el cuerpo tan hinchado, así que todos empezaron a sospechar que estaba embarazada de gemelos, o quizá de trillizos, quién sabe. Pero no fue así. La ecografía a la que los dos acudieron muy ilusionados, ya para ver a Miguel y constatar que era un niño, ya para comprobar que el estado del embarazo era favorable, no fue del todo buena. Justo al lado del feto, estaba creciendo un tumor que impedía el desarrollo del mismo. Los primerizos padres se alarmaron con la noticia, pero el médico era optimista con la vida de la madre, aunque no con la del pequeño: recomendaba un aborto provocado en las próximas setenta y dos horas para así poder ver la magnitud real del tumor y actuar sobre el mismo. No era la primera vez que Carmen abortaba, ya había tenido esa experiencia cuando era joven, en la universidad, y aunque fue traumática, también fue necesaria. A partir de ahí todo fue muy rápido: el aborto, el análisis del tumor que resultó maligno y el futuro tratamiento en el cuerpo de Carmen. Él la acompañaba cada semana al hospital para ver su evolución, pero las noticias no mejoraban, y los tumores se multiplicaban dentro de su estómago. El tiempo corría demasiado rápido para buscar soluciones. A los cinco meses de detección de la enfermedad y de la pérdida de Miguel, Carmen falleció. Con el cuerpo de Carmen, él decidió enterrar una vida de la que ya no se sentía parte, de la que ya no merecía estar presente para hacer de ella un recuerdo, decidiendo cambiar de lugar, de amigos, de fechas en el calendario que le recordaban a ella, a él con ella, a él sin ella.


El sexo

Los nombres se amontonaron en su cabeza demasiado rápido, demasiado deprisa para poder recordar alguno, la mayoría falsos, o inventados rápidamente, como un fogonazo al preguntar cómo te llamas, quieres venir conmigo, te gustaría ir a mi casa. El suyo, la mayoría de las veces, también era inventado: Juan, Pablo, Sergio, Manuel, nunca el real. No fue difícil hacerlo, ni complicado, la ciudad ajena y desconocida le protegía de miradas y de habladurías, así que al principio, aunque sólo fue para mirar, para tantear el terreno y ver las posibilidades que le ofrecía el prostíbulo, lo llevó a acostarse con una de las chicas. Nunca creyó que el sexo pudiera ser sucio, frío, teñido de escapada por todas partes: por la cama y las sábanas llena de olores, por la moqueta, sucia y deshilachada de tanto usarla, por la luz, tenue y espesa, pesada y pegada a su piel, a la de ella, a su cuerpo marcado ya por otros cuerpos para siempre, como heridas invisibles adheridas a sus manos, a sus brazos y piernas, a sus ojos sonámbulos que pasean sin ser vistos por el cuerpo de la prostituta, igual que en el de ella, la chica del hospital, cuando no le ve, cuando a escondidas puede hacerle el amor, sin ser vistos, escondidos en los rincones de la sexta planta, a oscuras y en silencio, reprimiendo los suspiros, los gemidos y los gritos para no llamar la atención, para no ser descubiertos aunque lo deseen con todas sus fuerzas, a pesar de los peligros y los impedimentos que cada día encuentran. El cuerpo de ella, que cada día está más delgado, más degradado por el estado de su enfermedad, les hace buscar lugares cómodos, para poder tumbarse, acariciarse, sentirse el uno al otro sin hacerse daño, sin lastimarse mutuamente. Pero el sexo lo cambia todo, o al menos así lo cree él, mientras la besa y acaricia sus pechos; cambia la forma de mirar, de comportarse, de querer a la persona que estás haciendo el amor, de inconcientemente proteger y en cierto modo servir, por un tiempo, unos días, unos años, toda una vida en la que se miente y engaña para no perder lo que una vez se tuvo, se dijo en una cama descuidada de sábanas limpias y se creyó por ambas parte como verdad, como dogma de una relación en la que el final es borroso, difuso, y desconocido para ambos aunque se crea como eterno e irrompible, como el último y definitivo dentro de una corta, o larga lista de amantes con los que también se creyó acabar para siempre, aunque se escondan en la memoria, viviendo con ellos en cada nuevo beso, recordándolos en cada nueva caricia que fue como otra ya vivida, ya hecha y de la que creímos deshacernos para siempre, con el último adiós planeado, quizá en esa cama de la que también se quería escapar, por miedo a hacer daño, a decir que no estaba enamorado y que quería romperlo todo, dejarla y seguir sólo un camino del que sabía pocas cosas, del que asustado quizá volvería, para pedir luego perdón, para arrodillarse y suplicar una segunda oportunidad, de la que puede que no estuviera seguro (sólo una forma de escapar dentro de la misma huída) para arreglar errores, y pérdidas innecesarias que le hacen falta en el nuevo camino, donde ahora se encuentra, con ella, penetrándola intensamente, como si fuera su última vez, para hacerla recordar en su primera vez, que siempre lo tendrá presente, en todas sus nuevas relaciones, con todos sus nuevos amantes, novios, maridos que la amarán, como el primero que supo hacerla sentir, como el primero que supo hacerla amar.


Segunda escapada.

Nunca volverá a encontrarse con ella en los pasillos, en las habitaciones, en los rincones que habitaron durante tanto tiempo, durante tantas noches. Nunca volverá la vista atrás, para ver el pasado que le persigue sin remedio, que le habita como un inquilino invisible en su propia casa, como una enfermedad de la que es imposible deshacerse hasta la futura muerte. Nunca volverá a ver marchar a nadie, siempre será él el que termine yéndose de todos los sitios, el que abandone las ciudades, las casas, las camas deshechas en mitad de la noche con amantes fortuitos a la espera de una llamada futura, de un beso a medianoche, de una caricia sin pasado. Nunca volverá a enamorarse, sin más remedio debe ser fuerte ante este hecho, que le hace esconderse de él mismo, cambiar hacia algo que no es, pero es él, aunque no lo sienta como tal. Nunca volverá para pedir perdón, a los que hizo daño sin darse cuenta, o conscientemente como muchas veces cree que ha hecho, no habrá disculpas, ni ruegos, ni perdóname por ser yo, por intentar haber entrado en tu vida, en tus pensamientos, en tus conversaciones más íntimas sin participar de ellas, sin tomar contacto ni dar apoyos a tus problemas, a tus carencias, a tu malestar en esta vida tuya de la que no quiero formar parte, de la que quiero salir lo más rápido posible, sin ser visto, sin que me veas para no hacer más daño, para eliminar el dolor que te he provocado y del que sé que no te podrás deshacerte tan fácilmente, al igual que yo sé que podré olvidarte, sin darme cuenta, sólo con pensarlo, con imaginarme que no estás, que no estarás más en mí, en mi recuerdo, en mi pasado, en mi nuevo futuro sin cicatrices que lo dañen, que lo marchiten sin remedio, sin cura como tu enfermedad, como tu cuerpo delgado, trémulo, moribundo. Nunca volverá para explicar lo ocurrido, las razones de esa carta que escribió medio dormido en la habitación de su casa, que no dan respuestas, sino razones, sin más, las que él ha tomado llevado por una decisión de la que no se creyó capaz, por no haberla usado antes, aunque siempre estuviera ahí, guardada como un relato a medio escribir en el cajón de su escritorio, sin nadie que lo leyera, sin ninguna explicación de la historia rota todavía en pedazos e inconexa por falta de trabajo. Nunca volverá a ser el primero en decir te quiero, en regalar el corazón como si fuera un trofeo para la otra persona, un premio del que presumir, una conquista de la que se fue como perdedor, como vencido por hablar sin tapujos, por demostrar sus sentimientos sin fisuras, sólo él, desnudo ante alguien que también lo quiere pero de diferente forma. Y por supuesto, nunca volverá a sentirse solo, aunque lo esté, aunque ésta soledad le rodee sin remedio en su escapada, en su huida de él y le impida ser todo lo que quiso ser y no pudo: padre, marido, amante…nunca lo será, nunca más volverá.


La enfermedad.

En una escala del uno al diez, ella le daba un nueve y medio. Carlos era alto, rubio, y con los ojos de diferente color: azul y verde respectivamente. Tenía las manos grandes y los dedos largos, y apartar la mirada de él cada vez que salía a la pizarra en clase era imposible. Los lunes, miércoles y viernes, antes de ir a las clases de inglés, ella lo perseguía hasta su casa y esperaba para verlo entrar hasta llegar a su habitación, donde él, sabiendo que era espiado, se quitaba la camiseta y se tumbaba en la cama.
No sólo ella estaba enamorada de Carlos: todas las chicas del instituto babeaban con él. Aunque ella sabía que Carlos sólo tenía ojos para Marta, una chica mayor que ellos y de la que se sospechaba que salía con un hombre mayor. El día en que, estando en clases de latín, se desplomó en el suelo cuando se disponía a salir a la pizarra, fue la primera vez en que Carlos se dio cuenta de que ella existía. A partir de aquel día, las caídas y desmayos se repitieron constantemente. Su médico de cabecera diagnosticó falta de hierro, pero para estar más seguros, ella debería hacerse unos análisis que dieran una respuesta real de la enfermedad. Los análisis no desvelaron gran cosa, el hierro estaba en unos niveles aceptables. Pero ella seguía cayendo al suelo después de un pequeño mareo, y al despertar no recordaba gran cosa.
La primera vez que fue ingresada en el hospital estuvo sólo un día: una jornada de observación. La segunda vez fue algo más larga, casi una semana de pruebas y medicamentos a deshora que la dejaban dormida casi todo el día. En la tercera vez, el hospital empezó a parecerle familiar, ya conocía a alguna enfermera y los médicos la llamaban por su nombre. La cuarta visita venía precedida por una caída fatídica, en la que sus piernas dejaron de responderle, de sostener su cuerpo, sin posibilidad de levantarse, de caminar. Los análisis y las pruebas parecían no tener fin. Un día tras otro repetía la misma rutina sin llegar a ningún sitio, sin obtener respuesta hacía algo que parecía en un momento fácil, rápido de identificar y de curar. Pero no fue así, la palabra indefinidamente, pronunciada por el médico en una mañana de grises despertares, la iba a tener retenida en el hospital hasta encontrar una cura satisfactoria, hasta encontrar un remedio a la enfermedad sin nombre, sin precedentes anteriores, sin casos previos en los que apoyarse para seguir un camino.
No lloró, ni siquiera se puso triste para no alarmar a su madre, sólo pensó en Carlos, y en la posibilidad de no verlo nunca más, de no poder decirle nunca lo que sentía por él, por culpa de un asesino sin nombre, que la habita sin haber sido invitado, sin haber pedido permisos para entrar y quedarse.
La habitación del hospital poco a poco se despide de los grises para dar paso a los azules, los de sus posters y grabados, los de sus libros con grandes nombres, los azules de su ropa y de sus sábanas, de sus gafas y cintas del pelo, de sus fotos en el mar y en el cole, de sus peluches y sus lápices, de sus labios y de sus ojos, que le recuerdan a lo que era, a lo que seguirá siendo en los próximos meses, acompañada siempre por esa enfermedad, a la que pronto dará nombre, “el síndrome del escapista”, como si así, fuera más fácil vencerla, teniendo a un enemigo real, con el que poder luchar y vencer y por lo tanto vivir o perder y en ese caso sin remedio, morir.





La carta y las noticias.

La incertidumbre lo retiene con fuerza y la escapada parece más difícil, borrosa, a ratos imposible e de inalcanzable futuro, aunque sea cercano y se vislumbre como feliz en los momentos que está con ella. Pero la agotadora incertidumbre es fuerte y quiere acompañarlo mucho más tiempo, en una ciudad en la que ya no está pero sigue viviendo, en la casa que ya no habita pero sigue rondando, en las palabras que intenta escribir y no puede pronunciar, aunque lo intente, torpemente, como un niño en el primer día de escuela que intenta decir lo que siente: “te ruego que perdones a mi voz, a mis palabras, a las que te escribo torpemente, sólo como sé hacerlo, siendo yo, como siempre, siendo yo”. Él intenta buscar la forma de llegar a un sitio, a uno que le lleve hasta el final: “lo que diré no te gustará, pero no hay elección, no hay más vueltas que dar, ni más finales perfectos, no habrá más perdones, no por mi parte, ya no los necesito”. Sin embargo, escribirá lo que tiene que decir, calmado, hablará de esas noticias que necesita darle: “lo primero será decirte que me voy, no sé a donde, sé que me voy solo, otra vez y que no sé muy bien el por qué, aunque tú eres una de las razones, puede que la única razón de mi escapada”. Él piensa que es difícil no hacer daño, no herir a la otra persona con las palabras, y las mide, y las revisa una y otra vez, hasta encontrar la adecuada: “lo segundo, será decir que te quiero. Te lo digo así, te lo digo ahora, de forma inútil y cobarde, sin obtener respuesta, que en cierto modo sé que necesito para mi viaje, pero también necesito que no me respondas, que no me lo digas, ya que si tú (no necesito que me lo digas) me lo dices, sería una razón para quedarme (perdona mi voz, mis palabras, son torpes, estúpidas, sin sentido).Cómo me gustaría desaparecer completamente, y saber que no me buscarás, adonde voy sólo hay perdedores, perdidos de sí mismos que te harán más daño, por eso no quiero que vengas, no quiero que me conozcas de verdad, no soy algo bueno para ti, hay muchas partes de mí que sé que odiarías, que yo mismo odio, y que no puedo remediar, eliminar, reventar dentro de mi cuerpo(perdona mi voz, mis palabras, son torpes, estúpidas, sin sentido, perdona mi miedo a perderte, a no verte más, como ahora estamos, como ahora vivimos”). A él le gustaría, que por una vez, las palabras no tuvieran significado, no dijeran nada, no fueran capaces de explicar lo que está sintiendo. “Me temo que será una despedida de verdad, y que no nos volveremos a ver. Con ésta carta te envío un regalo, uno de esos libros de los que últimamente lees y de los que yo no entiendo mucho, aunque me encante que me leas párrafos que te han gustado: yo nunca los he entendido. Y acuérdate de mí, aunque sólo sea para odiarme, te pido, que te acuerdes de mí. (perdona mi voz, mis palabras, son torpes, estúpidas, sin sentido, perdona mi miedo a perderte, a no verte más, como ahora estamos, como ahora vivimos, perdona mi escapada, mi fuga de ti, mi cobardía por dejarlo, perdona el daño que te he hecho al quererte”).
Él preferiría escribir: Será hoy. Cuando todos duerman y tu madre se haya ido a casa, pasaré a buscarte. Vístete deprisa. Coge las cosas imprescindibles y métalas en una bolsa. Yo llegaré corriendo, cuando las luces se hayan apagado, te subiré en la silla de ruedas y nos iremos. Sin decirle nada a nadie. Y cuando lleguemos, nadie sabrá donde estamos. Primero nos iremos a una pensión, allí dormiremos juntos, sin nadie que nos pueda ver, sin nadie que nos pueda interrumpir y haremos el amor. Y cuando dejen de buscarnos, nos cambiaremos de nombre, cambiaremos de vida, juntos, empezaremos de nuevo. Tienes que estar segura de lo que vamos a hacer, ya que no habrá vuelta atrás, no podremos mirar más al pasado, se habrá muerto. Sé que dirás que sí, que te gustará mi idea, pero tienes que ser fuerte. Los dos tenemos que ser fuertes para hacerlo. No pierdas tiempo y empieza, yo pronto pasaré a recogerte. Te quiero.





El relato.

No tiene muy claro qué va a hacer, qué va a escribir o qué historia quiere contar, aunque tiene una vaga idea de la misma. Una chica, que será ella misma, vive desde hace un tiempo en un hospital, luchando con una enfermedad sin nombre, y enamorada de un celador del que sabe poca cosa. Él, el celador, no tendrá nombre, y tampoco ella se lo pondrá, sólo algún personaje secundario lo llevará, como si el hecho de no llevar nombre fuera una excusa para hablar del anonimato que tanto persiguen ambos. Tampoco tiene clara la estructura que le dará al relato, sabe que no será una normal: un conjunto de pequeños relatos que vayan contando a fogonazos el pasado de cada uno y luego concuerde como un todo, uniforme y compacto. No contará toda la verdad, por supuesto, su historia, la de su enfermedad, es privada y desea guardarla celosamente para ella. Aunque hablará de él, como su protagonista, deberá darle voz, y presencia dentro del mismo, y para ello, deberá utilizar la imaginación, siendo capaz de crear una vida paralela e inventada a la que él mismo tiene.
No sabe muy bien si los escritores eligen los temas de los que van a hablar antes de empezar los relatos, cuando todavía no son nada, más que unas ideas bienintencionadas de personajes que pueden llegar a ser simpáticos, o atractivos para el lector en el mejor de los casos. Ella tiene claro el título, así que unos de los temas, el principal, también estará claro. Los demás los irá viendo a medida que escribe, aunque le dé miedo no saber cómo hacerlo, no saber hablar de sentimientos, de hechos que no ha vivido por su juventud y por su inexperiencia; escribirá sobre el sexo, sin haberlo practicado, del amor sin haberlo sentido, del miedo sin haberlo sufrido, y de la enfermedad teniéndola en este mismo momento.
Ella cree que los finales son confusos y que no cuentan gran cosa. Llegado al final, la historia ya tiene que estar contada, piensa, los personajes ya deben de haber elegido su destino y haber empezado a vivir en él sin remedio, sea bueno o malo. El final de él está claro, escapará, como quiere hacerlo, sin saber muy bien donde irá, la dejará. Pero el de ella será confuso, en cierto modo ambiguo, al igual que muchas partes del relato, que tiene claro que no contarán todo y que intentarán confundir premeditadamente al lector. Su final como personaje no acabará, estará en el hospital, esperando a que él venga, sentada en su cama y con su madre durmiendo en el sillón de la habitación. No llorará con la carta, ya que se imaginaba que algo así podía pasar en cualquier momento. La romperá y quemará para ella también olvidar el pasado, para no tenerlo presente nunca más. Cogerá el libro que le ha regalado y empezará a leerlo, se reirá por la casualidad del título: “Lolita”, y poco a poco se irá adentrando en la historia de un hombre sólo, que se enamora de una chica joven, que vive con su madre y con la que el hombre al poco tiempo se casa. Se sorprenderá cuando la madre muera y él, sea su nuevo padre, su nuevo tutor y juntos escapen hacía un destino que no los hará felices. Por eso ella le dará otro final a su personaje, no se escapará con él, se quedará allí, esperando a curarse, a que todo pase de una vez. Piensa que sería también interesante matarla, que podía aumentar la intensidad dramática del mismo relato, pero una muerte de su personaje, sería una muerte propia, un modo de decirse a ella misma que morirá, que no podrá soportar la enfermedad que soporta, que todo acabará mal. Pero todo eso será al final, cuando acabe el relato, y ahora tiene que empezarlo, por el principio, con una introducción que no hable de nadie, dando consejos a los mismo personajes, como un dios que los guiará dentro del mismo texto, invitando al lector a adentrarse en el mismo, así que escribirá un manual, unas reglas que seguir, para que así nadie se pierda y pueda llegar al final con la ideas, más o menos claras, de todo lo que ella ha querido contar.



Amador Aranda.

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