Los años prestados.

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Ganador Certamen Mujeres progresistas de Monachil 2006

Los años prestados.
Guillermo piensa que recodar su infancia lo enriquece, ahora que es anciano y que los años prestados han empezado a vivir en él. Adicto a los olores, a los sabores, a los colores que se han grabado en su recuerdo, visita el hospital donde volverá a vivir. Todo es nuevo y nada es nuevo. Camina por un hospital distinto del que habitó cuando su abuelo estaba a punto de morir, pero es el mismo hospital, son los mismos olores a limpia enfermedad, los mismos sabores a la comida que su abuelo le daba a escondidas mientras sus padres estaban distraídos, y que a el abuelo no le gustaba, y a él tampoco, pero que comía para que así no regañaran al anciano. Son los mismos rayos de luz, robando la oscuridad necesaria para que las almas abandonen sin remedio los cuerpos moribundos de los enfermos, el cuerpo de su abuelo, arrugado y marchito que tantas veces lavó en la bañera de metal que sus padres guardaban en el trastero y que pensaron que nunca usarían, y que ahora él piensa en recuperar, para hacer lo mismo, porque es él el que tiene ahora el cuerpo arrugado y marchito, el que emite olores a viejo, a anciano, a moribundo y que su abuelo emitía también, y que él intentaba quitar con jabón de lagarto, que era el único que permitía su abuelo, ya que decía que los otros olían mal.
Delgado, pasea ahora por la habitación del hospital, con la mirada atenta de su mujer que finge dormir en el viejo sofá del cuarto. Le molesta la bata del hospital, desnudo bajo ella y con la parte de atrás al aire. Puede que en unas horas vengan a por él y lo bajen en la camilla hasta la sala de operaciones para cambiarle el corazón, para hacerle vivir unos años nuevos con los que no contaba. Hace ya mucho tiempo que supo de la existencia de los años prestados, los que se pensó que en un principio que no iba a tener. Ahora, cuando también se ha dado cuenta de lo que son los recuerdos prestados, aquellos que no vivió pero que ocupan buena parte de su memoria, acomodados en su cabeza por las palabras de su abuela, o de su madre, o de su padre. Recuerdos prestados de una guerra que no llegó a vivir, pero que mantiene en imágenes como vivida; recuerdos de misas funerales por el alma de su abuelo, desaparecido y dado por muerto al acabar la guerra; recuerdos de lágrimas derramadas por su abuela en el entierro ficticio, sin cuerpo al que poder llorar de verdad, y sin ataúd o lápida a la que poder ir a rezar cuando el dolor llegara sin avisar, en la soledad de una cama vacía poco después de casarse. Nunca vivió la desaparición de su abuelo, pero guarda en imágenes prestadas la historia que un día su abuela le contó aún siendo niño, la historia de un muerto que estaba vivo en otro país, perseguido por los vencedores y olvidado por los vencidos, que se alimentaba de basura y desperdicios, de animales muertos y de verduras robadas en huertos de Francia. Nunca vio a su abuela contar a su madre que era posible que el abuelo hubiera muerto y que estaría bien ir preparando un funeral, hablar con el cura para ver qué solución se le podía dar. Nunca vio llorar a su abuela por un muerto que estaba vivo, en cada una de las misas a las que avisaba a todas las vecinas del pueblo para que así el dolor fuera menor en compañía de todas ellas. Nunca vio llevar, de la mano de su madre al hogar del pensionista, un crespón negro para que lo colgaran en el balcón del edificio y así todo el mundo supiera que Manuel Segovia había muerto en la guerra. Y cuando el dolor se hace tan grande que empieza a olvidarse, cuando el empeño por olvidar vuelve más vivos los recuerdos, cuando las caras y los cuerpos parecen sueños difíciles de recodar, llegan los muertos que vivían en esos recuerdos, con grandes sombreros cordobeses, dando voces por los zaguanes recién encalados, gritando a los cuatro vientos que están vivos, que no pudieron vencerlos, que todavía están allí para seguir dando guerra. Guillermo no lo vio, pero ese día, según le contó su abuela, su abuelo llegó, más guapo y apuesto que nunca, pidiendo un buen vaso de vino y unas buenas migas para almorzar, sin miedo, sin rabia, sin resentimientos, con la cabeza bien alta y en ella, un bonito sombrero cordobés negro que se ajustaba perfectamente.
Su mujer duerme profundamente en el sofá de la habitación, en este hospital al que llegaron muy temprano. Guillermo no puede dormir, aunque lo intenta cerrando los ojos y dejando la mente en blanco. Pero no puede, su corazón ha empezado a latir con fuerza, como si quisiera demostrarle ahora que todavía es válido, que todavía puede darle vida a los días que le quedan por vivir, y por eso galopa con fuerza dentro de su pecho, o puede que no, que lo que le pase es que tenga miedo, miedo a morir solo, sin el cuerpo en el que habita, que seguirá viviendo sin él, caminado sin él, amando sin él. Tiene miedo a morir él también, a que le falle el corazón en el último momento y ya sea demasiado tarde para hacer el trasplante, como le ocurrió a su abuela, cansada de usar el corazón con usos para lo que no estaba hecho. Cansada de esperar en casa, mientras el abuelo Manuel andaba fuera.
La abuela nunca supo porqué su marido cambió cuando vino de la guerra. La misma cara, el mismo cuerpo, la misma voz, pero no el mismo hombre. Nunca supo porqué su marido salía cada noche a las diez y volvía a la mañana siguiente, borracho y oliendo a vino, se acostaba junto a ella y no hablaba, no contestaba a las preguntas de dónde has estado, con quién, por qué vienes tan tarde. Al principio era sólo una vez a la semana, quizá dos: se ponía su sombrero cordobés, se echaba colonia y se ponía el traje de los domingos. Pero las salidas se repetían y a su abuela se le salía el corazón del pecho cada vez que un caballo repicaba con las herraduras en el empedrado de la calle pensado que era él que ya volvía. Las salidas nocturnas se iban convirtiendo en días, luego en semanas, y después meses. Y los hijos preguntaban que dónde estaba su padre, a lo que la abuela sólo podía contestar que había ido a traer dinero, a hacer un trato con unos extranjeros a los que iba a venderles un solar, o una fanega de olivos, o una casa y que cuando volviera iba a traer tantos duros que podrían llenar la mesa entera del comedor con ellos. Pero por fin un día volvió, con lágrimas en los ojos. La abuela pensó que venía arrepentido, pidiendo perdón por los largos meses que había pasado fuera sin dar explicación a nadie, pero no fue así. Se había enamorado de una mujer, la mujer más guapa que había conocido nunca y que vivía en el pueblo de al lado; y había sido rechazado, rechazado por no tener dinero, ni porvenir que darle, no como el señor Alfonso, el señorito del pueblo, que se la había llevado a la cama, justo la misma noche en que él se había declarado, y justo después la rechazó, después de haberla poseído con promesas de una vida futura en común. Tres días y tres noches estuvo el abuelo Manuel sin salir de la cama. Tres días y tres noches en los que la abuela lloró en silencio en la cocina, a escondidas de sus tres hijos. Tres días en los que su corazón terminó de romperse, desenamorada, viviendo con un hombre que pensaba que jamás la quiso. Esperando a que su marido bajara para darle alguna explicación que jamás le pidió, que jamás le reprochó. Por fin un día bajó del cuarto, sin decir palabra cogió la botella de vino y no la soltó hasta que le dio la primera bofetada a su mujer.
Guillermo sabe que pronto ocurrirá, que de un momento a otro vendrá una enfermera y le dirá que está todo preparado, que tiene que bajarse a la sala de operaciones y que volverá con un corazón nuevo con el que poder seguir viviendo. Pero todavía espera, en la habitación blanca y silenciosa del hospital, espera al igual que su abuela esperaba la llegada de su abuelo todas las noches, con incertidumbre de sí vendría borracho o no, de sí ése día estaría enfadado o vendría de buenas, si hoy, después de que sonaran con estrépito las herraduras del caballo en el empedrado de la calle, y el abuelo se bajara del mismo, entraría por la puerta y la golpearía salvajemente hasta dejarla inconsciente, delante de sus hijos, impotentes ante la escena vivida y marcados para siempre por la misma. Aniquilada, desprotegida, bloqueada por el miedo, esperaría a que su marido subiera al dormitorio y se acostara, se levantaría del suelo, se limpiaría en la pila la cara, las heridas que se amontonan en su rostro, y rezaría para que su marido se durmiera antes de que ella subiera. Se acostaría a su lado y como siempre, lloraría en silencio. Dormiría y tendría pesadillas. Luego se levantaría y bajaría a la cocina para prepararle el desayuno antes de que se fuera a trabajar, y rezaría para que no volviese a pegarle.
Escucha la voz de la enfermera y le dice que todo está preparado para la operación. Siente miedo de lo que va a pasar, pero sabe que tiene que ser valiente, que su corazón no va a fallarle por última vez. Respira profundamente y recuerda lo valiente que fue su abuela cuando decidió retar a su abuelo a una guerra de la que podría salir perdedora, pero nunca vencida. Su abuela mandó a los hijos con una vecina y se preparó para la batalla. Cogió una escopeta recortada que su marido usaba para ir de caza y lo esperó sentada en una silla a que volviera del trabajo. Los nervios y la angustia le quemaban el corazón, pero el miedo, el que antes hizo que estuviera aniquilada y oprimida, la ayudaba ahora dándole un valor que nunca creyó tener. El ruido del caballo la hizo levantarse rápidamente de la silla y coger el arma con las dos manos, con fuerza y decisión. Su marido entró tranquilo, sin saber qué le esperaba a la entrada. Ella lo miró a él, y él la miró a ella. Sólo pudo decirle, con una voz firme e incluso masculina: Manuel, tienes dos formas de entrar en casa. Una, con la cabeza agachada, pidiendo perdón, y cambiando todo lo que has hecho en éstos últimos meses. La otra, con la cabeza alta, sin pedir perdón, y haciendo lo que has hecho en los últimos meses. Si eliges la primera, serás bienvenido. Si eliges la segunda, me temo que saldrás por la puerta con los pies por delante. Así que tú decides. No hizo nada, no dijo nada, se quedó esperando a que su mujer bajara el arma. Pero no lo hizo. Tuvo que rendirse frente a ella y subir a su cuarto, otra vez llorando, y dándose cuenta por fin de todo lo que había hecho. La guerra había terminado.

Amador Aranda Gallardo

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